GUY DE MAUPASSANT (1850-1893)
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Guy de Maupassant en 1888
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Escritor
francés que estuvo a punto de entrar en la
masonería por su amistad con el también escritor y poeta masón Catulle
Mendès. En todo caso, de él aprendió ciertos temas argumentales de la
masonería que desarrollaría con cierto escepticismo y humor en algunas
de sus obras como “Mi tio Sosthène” escrita en 1882:
Mi
tio Sosthène (selección):
E1 tío Gregorio era un librepensador
como hay muchos, librepensador de puro igno-rante. Por el mismo camino
llegan otros a ser creyentes. Ver a un sacerdote y sentir un furor
desenfrenado, para él, era todo uno; le amenazaba, la hacía burla, y
se curaba en salud por si le había dado mal de ojo; es decir, que ya
no era un librepensador verdadero, pues creía en el mal de ojo; y
tratándose de creencias irreflexivas, hay que rendirse a todas o no
tener ninguna.
Yo, que soy también un librepensador,
es decir, un refractario a todos los dogmas que fraguó el miedo a la
muerte, no me irrito contra los templos, ya sean católicos,
apostólicos, romanos, protestantes, rusos, griegos, budistas, judíos o
musulmanes. Además, tengo una manera de razonar su condición. Un
templo es un homenaje a lo desconocido. Cuanto más se remonte el
pensamiento humano, menor es el dominio de lo desconocido, y se
derrumban los templos. Me agradaría -eso sí- que tuvieran, en vez de
incensarios, telescopios, microscopios y máquinas eléctricas.
Mi tío se diferenciaba por completo de
mí; éramos casi lo contrario el uno del otro.
Él blasonaba de patriota; yo no,
porque, a mi entender, el patriotismo es una religión como cualquiera,
y es además el huevo de donde salen todos los crímenes colectivos.
Mi tío era francmasón; y los
francmasones me parecen más fánaticos aún que las viejas devotas. Yo
sostengo mis opiniones. De admitir una religión, me quedo con la de
mis padres.
Y estos mentecatos no hacen más que
imitar a los curas. Tienen por símbolo un triángulo en vez de una
cruz; fundan iglesias, que llaman logias, con varios cultos: el rito
escocés, el rito francés, el Grande Oriente y otra porción de
majaderías que hacen reír.
¿A qué aspiran? A establecer socorros
mutuos, haciéndose cosquillas en la palma de la mano. Quisieron poner
en práctica el precepto cristiano: "Amaos los unos a los otros". La
única diferencia consiste en el cosquilleo. Pero ¿valdrá la pena de
hacer tantas ceremonias para prestarle cinco francos a un pobrete' Los
religiosos, para quienes el socorro y la limosna constituyen una
obligación o un oficio, encabezan sus cartas con tres letras: J. M.
J., y los francmasones colocan tres puntos en triángulo a continuación
de su nombre. ¿Hay tanta diferencia' ;Todos compadres!
Mi tío me objetaba:
-Precisamente, nosotros enarbolamos
una religión frente a otra religión; hacemos del librepensador el arma
que acabará con el clericalismo. La francmasonería es la ciudadela
donde se han cobijado todos los demoledores de las divinidades.
Yo, insistía:
-Pero, tío, precisamente aquello de
que usted se vanagloria es lo que yo juzgo reprochable. No destruyen;
organizan otro fanatismo en competencia; la competencia rebaja el
precio de las mercancías, pero nada más. Y aun ¡si no hubiera en la
masonería más que librepensadores! Pero admiten a todo el mundo. Son
masones una muchedumbre de católicos, y hasta jefes de partido. Pío
Noveno fue masón antes de ser papa. Si llama usted a una sociedad
compuesta de tal modo ciudadela contra el clericalismo, le diré que me
parece muy ruin su ciudadela.
Mi tío, guiñando los ojos, afirmaba:
-Nuestra poderosa influencia; nuestra
influencia temible, sobre todo es política. Sin cesar minamos los
tronos.
Al oírle yo, comentaba:
-¿Sí? ¡Qué tunantones! Dígame que la
francmasonería es una fábrica de triunfos electorales, y lo creo; que
tiene recursos para convertir en votos favorables a los más reacios,
también lo creo; que resulta indispensable para los ambiciosos
políticos, lo creo también. Pero, si usted me dice que la masonería
socava los cimientos del trono.... me reiré en sus barbas. Medite
usted un poco acerca de la extendida y misteriosa asociación
democrática, la cual tiene por jefe a un príncipe heredero en Alemania
y al hermano del zar en Rusia, contando entre sus afiliados al rey
Humberto, al príncipe de Gales y a todas las testas coronadas del
orbe...
Mi tío me decía entonces, en tono
confidencial:
-No te falta razón; pero también es
cierto que los príncipes coadyuvan a nuestra obra sin sospecharlo.
Yo añadía:
-Y viceversa, ¿no es verdad?
Y para mi capote. ¿No es verdad,
rebaño de imbéciles?
Era de ver cómo el tío Gregorio
abordaba de pronto a cualquier francmasón. Primero, un guiño, y
después, al darse la mano, una serie de presiones y contorsiones
misteriosas y visibles. Cuando yo quería oírle despotricar furioso, le
decía que también los perros tienen maneras francmasónicas para
reconocerse. Luego, iban por todos los rincones, ocultándose de la
gente como si tuviesen que decirse algo muy dificultoso y de suma
importancia; y si comían juntos, en la mesa, frente a frente, se
miraban de un modo especial a cada bocado, a cada sorbo, como
diciéndose: "Lo somos, ¿eh?".
¡Y pensar que se cuentan por millones
los hombres que se divierten con esas tonterías!
Prefiero el jesuitismo.
Precisamente, había en el pueblo un
jesuita, el cual era la obsesión de mi tío Gregorio. Cada vez que le
veía murmuraba: "¡Indecente!". Y agarrándose a mi brazo me confiaba
sus temores:
-Piensa que tarde o temprano, ese
indecente nos dará que sentir. Estoy seguro.
Acertó. Y, por fatalidad, yo fui la
causa. Veréis cómo:
Terminaba la cuaresma, y mi tío
Gregorio tuvo la idea de organizar un banquete de carne para el
Viernes Santo. Me resistí cuanto pude:
-Comeré carne -le dije- lo mismo que
todos los días del año; pero, en mi casa, como siempre. Considero
estúpida la ostentación. ¿Para qué dar escándalo? ¿En qué nos
perjudica ni nos molesta que una porción de familias no coman carne
por Semana Santa?
Pero no pude convencerle y convidó a
tres amigos para ir a comer juntos en el restaurante; como era mi tío
quien pagaba el gasto, accedí a ser de la partida. Antes de las
cuatro, nos reunimos en el café Penélope, de ordinario muy concurrido,
y mi tío Gregorio, levantando mucho la voz para que le oyeran todos,
nos decía lo que íbamos a comer.
A las seis nos sentamos a la mesa y a
las diez aún estábamos comiendo. Entre los cinco, vaciamos dieciocho
botellas de Burdeos y cuatro de champaña.
Mi tío propuso que hiciéramos lo que
llamaba él "ronda de arzobispo". Consistía en llenar seis copitas con
licores diferentes y apurarlas una tras otra mientras los presentes
contaban: "uno, dos, tres, cuatro", hasta veinte; un estúpido alarde
que a mi tío le pareció entonces de oportunidad. A las once ya lo
teníamos borracho como una cuba. Hubo que llevarlo a su casa en coche
y acostarle. Ya era seguro que su alarde anticlerical se convertiría
para él en una espantosa indigestión.
Retirábame, borracho también, pero con
alegre borrachera, cuando una idea diabólica, en consonancia con mi
arraigado escepticismo, surgió en mi cerebro.
Me atusé un poco, puse una cara lo más
afligida posible, y fingiéndome desconsolado fui a llamar a la puerta
del jesuita. Era sordo, y tuve que armar un estrépito para que me
oyera. Tales fueron mis voces y mis patadas, que al fin apareció,
preguntando:
-¿Qué ocurre?
Yo grité:
-¡Pronto! ¡Pronto!, reverendo padre.
¡Un moribundo reclama los misericordiosos auxilios de la religión!
El pobre viejo se puso inmediatamente
un pantalón, y en mangas de camisa bajó a la puerta. Le conté,
angustiado, con la voz entrecortada por sollozos, que mi tío, el
contumaz librepensador, atacado por una dolencia repentina que hacía
temer un funesto desenlace, temeroso de morir, deseaba sin duda en
aquel trance la compañía de un sacerdote, oír sus consejos, conocer lo
que saben los católicos de la otra vida, y disponerse tal vez para
entrar en el cielo, confesando y comulgando, arrepentido al fin de sus
errores. Y acabé diciendo:
-Como lo desea, estoy seguro de que
puede ser muy saludable para el enfermo la presencia de usted,
reverendo padre.
Atolondrado, complacido, tembloroso,
el jesuita me rogó que le aguardara un momento; pero yo añadí:
-No, no le acompañaré; mis
convicciones me lo impiden. Ya me ha sido bastante violento venir a su
casa, y le ruego que no haga mención de mi visita, que no hable de mí;
puede suponer que la dolencia de mi tío le fue revelada
misteriosamente...
Consintió, y muy de prisa encaminóse
hacia la casa de mi tío Gregorio. La criada abrió en seguida y vi
desaparecer la vestimenta sacerdotal en el oscuro antro del
pensamiento libre.
Me puse en acecho arrimado a una
puerta próxima. En circunstancias normales, mi tío hubiera dado al
cura un buen recorrido; pero me constaba que no podía ni siquiera
levantar los brazos aquella noche. ¡Qué impresión la de ambos al
encontrarse frente a frente! ¿Cómo se presentaría el uno, y cómo lo
recibiría el otro? ¿Qué se dirían? ¿Qué replicarían? ¿Y cómo acabaría
todo aquello?
Sólo de imaginarlo, me retozaba la
risa en el cuerpo: "¡Vaya una broma!, ¡qué broma!".
Se levantaba frío hacia la madrugada,
¡y el jesuita sin acabar de salir! Una hora, dos, tres horas pasaron.
¿Qué pudo suceder? ¿Acaso la violenta impresión produjo a mi tío la
muerte o, levantándose de pronto, estranguló al cura? ¿Se habían
devorado mutuamente? La última versión me pareció inverosímil, porque
mi tío no se hallaba en condiciones de tragar ni un gramo de alimento,
ni de sorber una gota de sangre.
Amaneció.
Inquieto, y no atreviéndome a entrar,
acudí a un amigo que vivía enfrente. Se lo dije todo, haciéndole reír
mucho, y me asomé con mil precauciones a una ventana.
Me reemplazó a las nueve y dormí algo.
A las once ocupé su lugar. Indecisos, comenzábamos a temer una
desdicha.
Pero a las seis de la tarde salió el
jesuita, pacífico y satisfecho.
Entonces, avergonzado y receloso,
llamé a la puerta de mi tío. Abrió la criada, y no atreviéndome a
preguntar, subí en silencio.
Mi tío Gregorio, pálido, abatido y
desencajado, con los brazos inertes y los ojos tristes, yacía en la
cama. Vi una estampita piadosa puesta con un alfiler en las
colgaduras.
Un olor nauseabundo pregonaba la
indigestión. Dije:
-¿Aún continúa usted acostado? ¿Está
enfermo?
Me respondió con la voz apagada.
-Hijo mío: estuve a punto de morir.
-¿Es posible?
-¡Tan posible! Y lo más raro es, que
siendo repentina mi enfermedad, le fue revelada misteriosamente al
sacerdote que acaba de salir de casa. Hijo mío: ¡hay Providencia!
-¿Sí? -apenas pude contener la risa.
-Una revelación. Ya lo ves.
Fingí un estornudo para no soltar la
carcajada; y al cabo de un minuto, fingiéndome indignado, exclamé:
-¿Ha recibido al jesuita en su casa?
¿.Un librepensador, un hermano masónico, tuvo al jesuita en su casa y
no lo arrojó por una ventana.
Confundido, balbució:
-Era providencial; te lo aseguro. Vino
guiado por una voz del cielo. Y además: ha debido de conocer a mi
padre; me habló de mi familia, que ya no existe...
De su familia, de su padre...
-Sí; ya ves...
-No veo motivo para recibir a un
jesuita.
-Tienes razón; pero yo estaba enfermo,
gravísimo: y él, ¡me ha cuidado con tanta solicitud, con tanto
desinterés durante toda la noche! Le debo la vida, no lo dudes; ha
hecho más que un médico...
-¡Ah! ¡Le ha cuidado toda la noche!
.No dijo usted que acababa de salir de casa!
-Naturalmente; y es cierto. Como fue
tan bondadoso conmigo, dispuse que le preparasen almuerzo. Almorzó ahí
junto a mi cama, en un veladorcito, mientras yo tomaba una taza de té.
-Y ¿ha comido carne?
Mi tío Gregorio hizo un gesto
desapacible, como si yo acabara de cometer una grave inconveniencia:
-No estoy para bromas. En esta ocasión
me parecen inoportunas. Fue conmigo afectuoso y me cuidó con mucha
solicitud. No hicieron otro tanto los demás.
La indirecta me cortó los vuelos y
dije:
-Bien, tío Gregorio. Y después de
almorzar, ¿qué hicieron ustedes
-Jugamos al tute una hora. El rezó sus
oraciones mientras yo leía un librito que puso en mis manos, y que por
cierto me agradó bastante.
-¿Un libro piadoso?
-Hasta cierto punto. Es la historia de
las misiones en el África central; un libro de viajes y aventuras.
Admira lo que hicieron allí unos cuantos hombres.
Empecé a comprender que tomaba un
cariz desagradable aquel asunto, y levantándome de la silla, dije:
-Vaya, que se ha dejado usted
convertir. ¿Y la masonería y el librepensamiento? Es usted un
apóstata.
Un poco indeciso aún, mi tío murmuró:
-La Iglesia es una especie de
masonería.
-¿Volverá el jesuita? -le pregunté.
Y balbució:
-Acaso mañana...
Salí completamente atolondrado.
Tuvo fatales consecuencias la broma
fraguada por mí.
Mi tío se hizo católico; pero ¡sí no
fuera más!
Lo triste, lo verdaderamente
intolerable para un sobrino, es que a su muerte sólo se pudo encontrar
un testamento en el cual me desheredaba, dejando todos sus bienes al
jesuita.
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