THOMAS MANN (1875-1955)
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Thomas Mann con Albert Einstein
en Princeton 1938
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Escritor
alemán, exiliado a causa del nazismo y nacionalizado estadounidense
autor de obras como Los Buddenbrook, Muerte en Venecia, la Montaña
Mágica. Recibió el Premio Nobel de literatura en 1929.
En ciertas partes de “La Montaña
mágica”, el protagonista Haans Castorp asiste a las discusiones en
torno a las dos concepciones contrapuestas de la masonería; la visión
ultraconservadora, deista del jesuita Naphta, y la visión social y
reformadora personificada en el profesor Settembrini;
La Montaña mágica: cap. VI
-Qué quiere usted, su abuelo era
carbonario, lo que quiere decir carbonero. A él le debe esa fe de
carbonero en la razón, la libertad, el progreso de la humanidad y toda
esa maleta llena de una idealogía de virtudes burguesas y clásicas,
todas roídas por los mitos. Como puede usted ver, lo que turba al
mundo es la desproporción entre la rapidez del espíritu y la pesadez,
la lentitud, la increíble pereza y la fuerza de inercia de la materia.
Es preciso convenir que esta desproporción podría servir de excusa a
un espíritu que se desinterese de lo real, pues está dentro de la
regla que los fermentos que provocan, en realidad, las revoluciones le
repugnan desde hace tiempo. En efecto, el espíritu muerto repugna al
espíritu vivo, son basaltos que, al menos, no tienen la pretensión de
ser espíritu y vida. Tales basaltos, vestigios de realidades antiguas
que el espíritu ha dejado muy lejos detrás de sí y que se niega a unir
al concepto de lo real, se conservan por inercia y por su persistente
pesadez, impidiendo desgraciadamente a las ideas atrasadas darse
cuenta de hasta qué punto lo son. Me expreso de un modo general, pero
usted puede aplicar estas generalidades en cierto liberalismo
humanitario que se cree encontrar siempre en una situación heroica
ante el despotismo y la autoridad. Eso sin hablar de catástrofes por
las cuales querría demostrar que vive, de esos triunfos atrasados y
ruidosos que prepara y que sueña poder festejar un día. Al pensamiento
de todo eso, el espíritu vivo podría morir de aburrimiento si no
supiese que es el quien atrapará la verdad y que se aprovechará de
catástrofes semejantes, aliando a los elementos del pasado, los
elementos más lejanos del porvenir para realizar una verdadera
revolución... ¿Cómo está su primo? Ya sabe que siento mucha simpatía
hacia él.
-Gracias, señor Naphta. Creo que todo
el mundo tiene simpatía por él, es un excelente muchacho. Settembrini
también le quiere mucho, a pesar de que, naturalmente, debe desaprobar
cierto terrorismo exaltado que implica el oficio de Joachim. Pero
usted me ha dicho que es un hermano de logia. ¡Dígame! Eso me
preocupa, lo confieso, me le hace aparentar con un aspecto nuevo, y me
explico muchas cosas. ¿Coloca sus pies, en determinadas ocasiones, en
ángulo recto y da la mano de una cierta manera? No me he dado cuenta
de nada...
-Creo que nuestro buen hermano tres
puntos debe haber pasado la edad de tales puerilidades. Presumo que el
ceremonial de las logias ha debido adaptarse muy difícilmente a la
sequedad del espíritu burgués contemporáneo. Se avergonzaría del
ritual de otros tiempos como de un charlatanismo desplazado, y no sin
motivo, pues, en definitiva, sería verdaderamente impropio disfrazar
de misterio el republicanismo ateo. No sé por qué sistema de
apariciones terroríficas se ha puesto a prueba la constancia del señor
Settembrini, ni si se le ha llevado, con los ojos vendados, por una
serie de pasillos, ni si le han hecho esperar bajo sombrías bóvedas,
antes de que haya aparecido ante él la logia, llena de luces y de
reflejos; ni si le han catequizado solemnemente y si, en presencia de
un cráneo y de tres velas, le han amenazado con espadas. Pregúnteselo
a él mismo, pero temo que no sea locuaz, pues, aunque todo eso se
hubiese desarrollado de una manera más burguesa, no por eso dejaría de
prestar juramento de silencio.
-¿Juramento? ¿De silencio? ¡Vaya!
-Seguramente. De silencio y
obediencia.
-¿De obediencia también? Escuche,
profesor, entonces me parece que no tiene razón alguna para mostrarse
extrañado del terrorismo y de la exaltación del oficio de mi primo.
¡Silencio y obediencia! Jamás hubiera creído que un hombre tan liberal
como Settembrini pudiera someterse a tales condiciones y a juramentos
tan españoles. Entreveo algo militar y jesuítico en la francmasonería.
-Ve usted muy justo -contestó Naphta-.
Su varita mágica ha dado el golpe. La idea de asociación es, en
general, inseparable de la idea de absoluto; por consiguiente, es
terrorista, es decir, antiliberal. Descarga la conciencia individual
y, en nombre del objetivo absoluto, santifica todos los medios,
incluso los más sangrientos, incluso el crimen. Hay razones para
suponer que en las logias masónicas la unión de los hermanos era
simbólicamente sellada con sangre. Una unión no era jamás
contemplativa: es, por naturaleza, organizadora en un sentido
absoluto. Usted ignora, sin duda, que el fundador de la orden de los
iluminados, que estuvo a punto de confundirse, durante algún tiempo,
con la francmasonería, era un antiguo miembro de la Compañía de Jesús.
-Confieso que no sabía nada...
-Adam Weishaupt organizó su asociación
secreta y humanitaria exactamente según el modelo de la orden de los
jesuítas. Él mismo era francmasón y los hermanos más respetados de la
logia de este tiempo eran iluminados. Hablo de la segunda mitad del
siglo XVIII, que Settembrini no dudará en caracterizar como una época
de decadencia. Pero, en realidad, fue la época de la más alta
floración, como la de todas las demás asociaciones secretas, el tiempo
en que la francmasonería estuvo realmente animada por una vida
superior, por una vida de la que ha sido expurgada después por la
especie de hombres de nuestro filántropo, de nuestro amigo que, si
hubiese vivido en aquella época, la hubiese acusado de jesuitismo y de
oscurantismo.
-¿Estaría justificado?
-Sí, si usted quiere. El
librepensamiento trivial tenía sus razones para juzgar así. Era el
tiempo en que nuestros padres se esforzaban en animar la asociación
con la vida católica y hierática, y en que prosperó en Clermont, en
Francia, una logia de jesuitas masones. Es, además, el tiempo en que
el espíritu de los Rosa-Cruz penetró en las logias, una cofradía muy
singular en la que se mezclaron anhelos puramente racionalistas,
progresistas, políticos y sociales, con un culto singular a las
ciencias secretas del Oriente, a la sabiduría hindú y árabe, y a la
magia natural. La reforma y reorganización de muchas logias masónicas
se realizó entonces en un sentido de observación estricta, en un
sentido netamente irracionalista y misterioso, mágico y alquimista, al
cual los grados escoceses de la masonería deben su existencia. Grados
de caballeros que se han añadido a la antigua jerarquía militar de
aprendices, de compañeros y de maestros, grados de sublimes maestros
de un carácter sacerdotal, penetrados de los misterios de la
Rosa-Cruz. Se trata de una vuelta a ciertas órdenes espirituales de
caballeros de la Edad Media, la de los templarios en particular, que
prestaban, ante el patriarca de Jerusalén, juramento de pobreza, de
castidad y de obediencia. Hoy todavía, un gran maestre de la jerarquía
masónica lleva el título de «gran duque de Jerusalén».
-¡Todo eso es nuevo para mí, señor
Naphta! Usted me descubre nuevos aspectos de nuestro buen Settcmbrini...
«Gran duque de Jerusalén», no está mal. Debería llamarle usted así en
broma. El otro día le llamó a usted «doctor angelicus».
-¡Oh!, hay una gran cantidad de
títulos, igualmente significativos, para los grandes maestros y
templarios de la estricta observancia. Tenemos un maestro perfecto, un
caballero del Oriente, un gran sacerdote, y el grado treinta y uno se
titula: Príncipe augusto del misterio real. Observe que todos esos
nombres revelan relaciones con el misticismo oriental. La reaparición
del templario no significa más que la reanudación de semejantes
relaciones, la irrupción de fermentos irracionales en un universo de
ideas progresistas, razonables y utilitarias. La francmasonería ganó
un nuevo encanto y un nuevo esplendor que explica el éxito que obtuvo
en ese tiempo. Atrajo a todos los elementos que estaban cansados del
racionalismo del siglo, de su liberalismo humanitario, y que se
sentían ávidos de filtros más potentes. El éxito de la orden fue tal
que los filisteos se lamentaron de que descarriaba a los hombres de la
felicidad conyugal y de la dignidad femenina.
-Bueno, profesor, si es así, comprendo
que Settembrini no recuerde con gusto esa época de floración de su
orden.
-No, no la recuerda con gusto; no
recuerda con gusto que ha habido tiempo en que su orden se había
atraído toda la antipatía que el liberalismo, el ateísmo y la razón
enciclopédica sienten de ordinario hacia el complejo Iglesia,
catolicismo, fraile, Edad Media. Ya ha oído usted que se acusaba a los
francmasones de oscurantismo...
-¿Por que? Desearía que usted me
dijese cómo pudo ocurrir eso.
-Voy a decírselo. La observancia
estricta significaba una profundización y una ampliación de las
tradiciones de la orden, situando su origen histórico en el mundo de
los misterios y en las pretendidas tinieblas de la Edad Media. Los
grandes maestros de las logias estaban iniciados en las physica
mystica, se hallaban en posesión de una ciencia mágica de la
naturaleza, y eran en suma, y sobre todo, grandes alquimistas...
-Tengo que hacer un gran esfuerzo para
recordar lo que significa, de un modo justo, la palabra «alquimia». La
alquimia, ¿no es hacer oro, no era la piedra filosofal, aurum potabile?
-Sin duda, en el sentido popular.
Pero, en un lenguaje un poco más sabio, esa palabra significa
depuración, transmutación, transustanciación, y, en una forma más
elevada, mejora; por consiguiente, el lapis philosophorum, el producto
andrógino del azufre y del mercurio, la res bina, la prima materia
bisexuada, no eran nada más ni nada menos que el principio de la
transmutación, del desarrollo hacia una forma superior por influencias
exteriores; una pedagogía mágica, si usted quiere.
Hans Castorp permaneció en silencio y
entornando los ojos miró al cielo.
-La cripta, sobre todo -continuó
diciendo Naphta-, era un símbolo de la transmutación alquimista.
-¿La tumba?
-Sí, el lugar de la descomposición. Es
el principio fundamental de todo hermetismo. La tumba no es otra cosa
que el vaso, la crátera de cristal preciosamente conservada, en la que
la materia es empujada hasta su última metamorfosis, hasta su suprema
depuración.
-«Hermetismo» está muy bien dicho,
señor Naphta. «Hermético», me gusta. Es una verdadera palabra de
magia, con asociación de ideas indeterminadas y lejanas. Perdóneme,
pero no puedo dejar de pensar en los tarros de conservas que nuestra
ama de llaves de Hamburgo (se llama Schalleen, sin señora ni señorita,
simplemente Schalleen) guarda en su despensa, alineados, sobre
estanterías, con las bocas herméticamente cerradas. Se hallan allí,
alineados, durante meses y años, y cuando se abre uno, según las
necesidades, el contenido está fresco e intacto. Los meses y los años
no han podido influir nada en la pureza del comestible. Es verdad que
allí no hay química ni purificación, sino sencillamente conservación;
de aquí el nombre de conserva. Pero lo que hay de mágico en eso es que
esa conserva haya escapado al tiempo; ha sido herméticamente separada,
el tiempo ha pasado por su lado; no ha tenido tiempo, ha permanecido
fuera de él, fuera de su acción. ¡Bueno, basta con los tarros de
conserva! No he sacado una gran consecuencia. Perdóneme. Creo que
quería usted informarme más detalladamente.
-A condición de que usted lo desee. Es
preciso que el aprendiz esté ávido de saber y se muestre impávido,
para hablar en el estilo de nuestro tema. La tumba siempre ha sido el
símbolo principal del pacto de alianza. El aprendiz, el neófito que
desea ser admitido a saber, debe demostrar su valor ante los terrores
de la tumba. Las costumbres de la orden exigen que, a título de
prueba, sea conducido a la tumba y permanezca allí hasta que es sacado
de la mano por un hermano desconocido. De aquí ese laberinto de
pasillos y de bóvedas sombrías que el novicio debe atravesar, el paño
negro de que se halla tendida la logia de la observancia estricta, el
culto del ataúd, que desempeña un papel tan importante en el
ceremonial de la consagración y de la reunión. El camino del misterio
y de la purificación está rodeado de peligros. Conduce a través de
angustias, a través del reino de la podredumbre, y el aprendiz, el
neófito, es la juventud de los milagros de la vida, impaciente por
verse provisto de una vida sobrenatural, guiado por hombres
enmascarados que no son más que las sombras del misterio.
-Se lo agradezco mucho, profesor
Naphta. ¡Es magnífico! Es eso, pues, la pedagogía hermética. No puede
haber daño alguno en informarse de esas cosas.
-No, puesto que se trata de una
introducción a las cosas últimas, a la confesión absoluta del
trascendente, es decir, del objetivo. La observancia masónica,
alquimista, durante años seguidos, ha conducido muchos espíritus
nobles e inquietos a ese objetivo y no tengo necesidad de nombrarlos,
pues no habrá usted dejado de comprender que los altos grados
escoceses no son más que un equivalente de la jerarquía sagrada, que
la sabiduría alquimista del maestro francmasón se desenvuelve dentro
del misterio de la metamorfosis, y que las directivas secretas que la
logia da a sus adeptos, se encuentran también netamente en la
iniciación eclesiástica, de la misma manera que los juegos simbólicos
del ceremonial masónico se encuentran en el simbolismo litúrgico y
arquitectural de nuestra Santa Iglesia Católica.
-¡Ah!
-Perdone, no es eso todo. Me he
permitido ya observar que no constituye más que una interpretación
histórica el hacer remontar el origen de las logias a la honorable
corporación de los masones. Al menos, la observancia estricta ha dado
a la francmasonería fundamentos humanos mucho más profundos. El rito
de las logias tiene algo de común con los misterios de nuestra
Iglesia, ciertas relaciones con las solemnidades ocultas y los excesos
sagrados propios de la humanidad más remota... Pienso, en lo que se
refiere a la Iglesia, en los ágapes y en la Santa Cena, en la
manducación de la carne y de la sangre, a lo que corresponden, en la
logia...
-Un instante, un instante, permítame
una observación. En esa existencia de una comunidad cerrada, como la
de mi primo, hay también ágapes. Me ha hablado, con frecuencia, de
ellos en sus cartas. Naturalmente, salvo que se embriaguen un poco,
todo pasa muy correctamente, no se va nunca tan lejos como en los
banquetes de estudiantes...
-A lo que corresponden, en la logia,
el culto de la tumba y del ataúd, sobre el cual he llamado, hace un
momento, su atención. En esos dos casos, nos hallamos en presencia de
un simbolismo de cosas últimas y supremas, de elementos de una
religiosidad primitiva y orgánica, de sacrificios nocturnos y
desenfrenos en honor de la muerte y del porvenir, de la metamorfosis y
de la resurrección... Usted recordará que los misterios de Isis, lo
mismo que los de Eleusis, eran celebrados por la noche y en oscuras
cavernas. Han existido muchas reminiscencias egipcias en la masonería,
y muchas sociedades secretas se han dado el nombre de alianzas
eleusinas. En las logias se han celebrado fiestas, fiestas de
misterios eleusinos y afrodisíacos en las que las mujeres acaban, a
pesar de todo, interviniendo; fiesta de rosas, a las cuales hacen
alusión las tres rosas azules del mandil del masón y que, según
parece, zterminaban en bacanales.
-Pero veamos, profesor Naphta, ¿qué es
lo que oigo? ¿La francmasonería es todo eso? Y es a todo eso a lo que
nuestro amigo Settembrini, un espíritu tan claro...
-¡Es injusto con él! No, Settembrini
no sabe absolutamente nada de todo eso. ¿No le he dicho ya que la
logia ha sido desembarazada, por hombres como él, de todos los
elementos de una vida superior? ¡Se ha humanizado, se ha modernizado!
Se ha separado de los extravíos de esa especie para someterse a la
utilidad, a la razón y al progreso, a la lucha contra los príncipes y
los clerizantes, en una palabra: a un concepto social de la felicidad.
En las logias se ocupan de nuevo de la naturaleza, de la virtud, de la
medida y de la patria. Supongo que incluso se habla de asuntos
particulares. En una palabra: es el espíritu mezquino burgués bajo la
forma de un Círculo.
-¡Que lástima! ¡Qué lástima por lo que
se refiere a la fiesta de las rosas! Preguntaré a Settembrini si
verdaderamente no está enterado de eso.
-¡El honesto caballero de la escuadra!
-exclamó irónicamente Naphta-. Tenga en cuenta que no le fue fácil
hacerse admitir en el taller del templo de la humanidad, pues es más
pobre que una rata y, además, de una cultura superior, de una cultura
humanista; se prefiere una fortuna suficiente para poder pagar los
derechos de entrada y las cotizaciones anuales, que no son poca cosa.
¡Cultura y fortuna, ésa es la burguesía! ¡Aquí tiene usted los
fundamentos de la república liberal universal!
-En efecto -exclamó, riendo, Hans
Castorp-, eso es evidente.
-Sin embargo -añadió Naphta, después
de un silencio-, le aconsejo que no tome demasiado a la ligera a ese
hombre y a su causa; le recomendaría incluso, ya que ahora estamos
hablando de él, que se pusiera usted en guardia. Lo pasado de moda no
equivale forzosamente a lo inocente. El ser limitado no quiere decir
que sea inofensivo. Esas gentes han metido mucha agua en el vino que
antaño era generoso, pero la misma idea de alianza continúa siendo
bastante fuerte para soportar el ser diluida, conservando vestigios de
un misterio fecundo; es evidente que las logias ejercen una influencia
en la marcha del mundo, y no puede dudarse que detrás de ese amable
señor Settembrini se disimulan potencias de las que es afiliado y
emisario...
-¿Emisario?
-Sí, un proselitista, un pescador de
almas.
«¿Qué clase de emisario debes ser
tú?», pensó Hans Castorp, y luego dijo en voz alta:
-Le doy las gracias, profesor Naphta.
Le agradezco sinceramente su consejo. ¿Sabe lo que voy a hacer? Voy a
subir al piso de arriba y tantear a ese hermano y masón disfrazado. Es
preciso que un aprendiz sienta avidez por saber y sea impávido.
Naturalmente... también es preciso que sea prudente. Es necesaria la
prudencia para tratar con esos emisarios.
Sin temor alguno podía continuar
instruyéndose cerca de Settembrini, pues éste nada tenía que reprochar
a Naphta en lo referente a discreción, y por otra parte no parecía muy
interesado en mantener en el misterio sus relaciones con aquella
compañía armoniosa. La Revista della Massoneria Italiana se hallaba
abierta sobre la mesa. Hans Castorp no se había fijado en ella hasta
aquel momento, y cuando, informado por Naphta, dirigió la conversación
hacia el arte imperial, como si las relaciones de Settembrini con la
francmasonería fuesen indudables, no encontró más que un conato de
reserva. Sin duda había puntos sobre los cuales el literato no quería
profundizar, y respecto a los cuales permanecía con la boca cerrada.
Seguramente se hallaba ligado por juramentos terroristas, por aquellos
juramentos de que Naphta ya le había hablado, cosas que no se referían
más que a los usos exteriores y a su propia posición en el seno de
aquella extraña organización. Pero, por lo demás, hablaba incluso
abundantemente y exponía al curioso un cuadro sobre la importancia de
la extensión de su liga, que se hallaba representada en el mundo
entero por más de veinte mil logias y ciento cincuenta grandes logias,
y que se extendía hasta civilizaciones como la de Haití y a la
república negra de Liberia. Citó también toda clase de nombres
célebres cuyos titulares habían sido francmasones, o en la actualidad
lo eran. Nombró a Voltaire, Lafayette y Napoleón, Franklin y
Washington, Mazzini y Garibaldi, y, entre los actuales, al rey de
Inglaterra en persona. Citó, además, nombres de personalidades que
intervienen en los asuntos de los Estados europeos, a miembros de los
Gobiernos y de los parlamentos.
Hans Castorp manifestó su respeto,
pero ninguna sorpresa. Ocurría lo mismo, dijo, en las asociaciones de
estudiantes. Esas asociaciones unían para toda la vida y sabían situar
a sus adheridos, y cuando no se era miembro de una de ellas resultaba
difícil abrirse camino en la administración. Por lo tanto, no
demostraba Settembrini mucha habilidad citando nombres célebres para
dar importancia a las logias: había que admitir, por lo contrario,
que, si tantos puestos importantes habían sido ocupados por los
francmasones, eso no demostraba más que la potencia de la logia, que
seguramente mangoneaba en el juego universal, cosa que Settembrini no
quería confesar francamente.
Settembrini sonrió. Incluso se hizo
aire con el folleto de la Massoneria que tenía en la mano. ¿Creía
haberle tendido una celada? -preguntó-. ¿Se le quería tal vez
arrastrar a hacer confidencias imprudentes sobre la naturaleza
política, sobre el espíritu esencialmente político de la logia?
¡Inútil maniobra, ingeniero! Admitimos la política sin reservas,
abiertamente. Hacemos muy poco caso del odio que algunos idiotas -se
hallan instalados en su país, ingeniero, casi en ningún otro sitio-
sienten hacia ese nombre y hacia ese título. El filántropo no puede
admitir diferencia entre la política y la no política. No hay no
política, todo es política.
-Ya sé que hay gentes que creen
oportuno llamar la atención sobre la naturaleza primitivamente
política de la francmasonería. Pero esas gentes juegan con las
palabras y trazan fronteras que ya ha llegado el tiempo en que deben
ser reconocidas como imaginarias y estúpidas. Primeramente las logias
españolas, al menos han tenido, desde su origen, una orientación
política...
-¿Todo se reduce a ese punto?
-Así lo pienso.
-Usted piensa muy poco, ingeniero. No
se imagine que pueda pensar muchas cosas por sí solo. Esfuércese más
bien en asimilar y utilizar, se lo ruego en interés de usted y en
interés de su propio país y del de Europa. Secundo: la idea masónica
no ha sido nunca apolítica, no ha podido serlo jamás y si ha creído
serlo se ha equivocado sobre su propia naturaleza. ¿Que somos?
Masones, albañiles que trabajan en una construcción. Todos persiguen
un objetivo único, la mejor parte del todo en la ley fundamental de la
fraternidad. ¿Cuál es esa mejor parte? ¿Qué es ese edificio? El
edificio social metódicamente construido, el perfeccionamiento de la
humanidad, la nueva Jerusalén. ¿Qué tienen que hacer aquí dentro la
política y la no política? El problema social, el problema de la vida
en sociedad es por sí mismo político, enteramente político, únicamente
político. Quien se consagra a ese problema -y el que se zafase de él
no merecería el nombre de hombre- se consagra a la política, a la
política interior tanto como a la exterior, y comprende que el arte de
francmasón es el arte de gobernar...
-De gobernar...
-... y que la francmasonería de los
iluminados ha conocido el grado de regente.
-Muy bien, señor Settembrini. El arte
de gobernar, el grado de regente, eso me gusta. Pero dígame una cosa:
¿son ustedes cristianos en su logia?
-Perchè!
-Perdone, plantearé la pregunta de
otro modo, bajo una forma más general y más sencilla: ¿Creen ustedes
en Dios?
-Le contestaré: ¿Por qué me hace usted
esa pregunta?
-No he querido ahora tentarle, pero
hay una historia bíblica en la que alguien tienta al Señor
presentándole una moneda romana, y recibe la contestación de que hay
que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Me
parece que esta manera de distinguir nos da la diferencia entre la
política y la no política. Si hay un Dios se debe poder hacer esa
diferencia. ¿Creen los francmasones en Dios?
-Me he comprometido a contestarle.
Usted habla de una unidad que se hacen esfuerzos para crear, pero que,
con gran sentimiento de los hombres de buena voluntad, no existe. Si
un día se realiza -y repito que se trabaja con una aplicación
silenciosa para esa gran obra-, su confesión religiosa será, sin duda
alguna, una sola y estará concebida en los siguientes términos:
Ecrasez l'infame!
-¿De un modo obligatorio? ¡Pero eso
sería la intolerancia!
-Dudo que sea usted capaz de discutir
el problema de la tolerancia, ingeniero. Procure recordar que la
tolerancia se convierte en un crimen cuando se tiene tolerancia con el
mal.
-¿Dios es, por lo tanto, el mal?
-El mal es la metafísica. Sólo sirve
para adormecer la actividad que debemos consagrar a la construcción
del templo de la sociedad. De esta manera el Gran Oriente de Francia
ha dado, desde hace mucho tiempo, el ejemplo, borrando el nombre de
Dios de todos sus actos. Nosotros, los italianos, hemos seguido el
ejemplo...
-¡Qué cosa más católica!
-¿Qué dice?
-Me parece que eso de borrar a Dios es
rabiosamente católico.
-¿Qué es lo que quiere usted decir?
-Nada particularmente interesante,
señor Settembrini. No se fije mucho en mi charla. He tenido un
instante la impresión de que el ateísmo era enormemente católico, y
que se borra a Dios para poder ser mejores católicos.
El señor Settembrini se quedó
estupefacto después de oír esas palabras, aunque no fuese más que por
método pedagógico. Después de un silencio prudente, contestó:
-Ingeniero, lejos de mí el desear
engañarle o herirle en su protestantismo. Hemos hablado de
tolerancia... Es superfluo poner de relieve que siento, respecto al
protestantismo, mucho más que tolerancia, una profunda admiración por
su papel histórico oponiéndose a la estrangulación de la conciencia.
El invento de la tipografía y la Reforma son y continúan siendo los
méritos de la Europa Central en la causa de la humanidad. Eso está
fuera de duda. Pero después de lo que acaba usted de decir, dudo que
me comprenda exactamente si le hago observar que eso no es más que un
aspecto de la cuestión y que hay otro. El protestantismo contiene
elementos... La misma personalidad del reformador contiene
elementos... Pienso en los elementos de quietismo y de contemplación
hipnótica que no son europeos, que son extraños y hostiles a la ley de
la vida en ese continente activo. ¡Fíjese usted bien en ese Lutero!
¡Contemple los retratos que conservamos de él, los de su juventud y
los de su edad madura! ¿Qué es ese cráneo? ¿Que significan esos
pómulos, esa extraña posición de los ojos! ¡Amigo mío, es Asia! No me
sorprendería absolutamente nada si un elemento wendo-eslavosármata se
hallase en juego, y si la personalidad, por otra parte formidable
(¿quién puede negarlo?) de ese hombre significase que una de las
mesetas tan peligrosamente equilibradas de vuestro país se viese
fatalmente sobrecargada de un peso formidable: la meseta oriental, que
hasta nuestros días hace girar hacia el cielo la meseta occidental...
Desde su pupitre de humanista, junto a
la claraboya, ante la cual había permanecido en pie hasta aquel
momento, Settembrini se había aproximado a la mesa redonda sobre la
cual estaba la botella de agua y se había ido acercando a su
discípulo, que se hallaba sentado en el sofá adosado a la pared, con
los codos sobre las rodillas y la barbilla en la mano.
-Caro! -dijo Settembrini-.
Caro amico! Será preciso tomar
decisiones, decisiones de un alcance inapreciable, para la felicidad y
el porvenir de Europa, y pertenecerá a vuestro país tomarlas. Deberán
realizarse dentro de su alma. Situado entre el Este y el Oeste, deberá
elegir definitivamente, y en plena conciencia, entre las dos esferas
que se disputan su naturaleza; deberá decidir. Usted es joven, tomará
parte en esa decisión, será llamado a ejercer influencia. Bendigamos,
pues, el destino que le ha guiado hasta esos lugares espantosos pero
que, al mismo tiempo, me da ocasión de ejercer una influencia sobre su
juventud maleable por medio de mi palabra, que no es del todo
inexperta ni completamente impotente, y hacerle sentir las
responsabilidades que usted asume, que su país asume, ante los ojos de
la civilización...
Hans Castorp continuaba sentado, con
la barbilla apoyada en el puño. Miró hacia afuera, por la claraboya, y
en sus ojos azules y sencillos se podía leer la resistencia de su
pensamiento. Permaneció silencioso.
-No dice usted nada -manifestó
Settembrini, impresionado-. Usted y su país dejan que se cierna sobre
esas cosas un silencio tan opaco que no permite juzgar sobre su
profundidad. Ustedes no aman la palabra o no saben servirse de ella, o
la consideran como una cosa sagrada, y el mundo articulado no sabe ni
puede enterarse de cómo se halla con ustedes. Eso es peligroso. La
lengua es la civilización misma. Toda palabra, incluso la más
contradictoria, es una obligación. Pero el mutismo aisla. Se sospecha
que intentaréis romper vuestra soledad por medio de actos. Haréis
marchar a vuestro primo Giacomo -Settembrini, para mayor comodidad,
tenía costumbre de llamar a Joachim, Giacomo-, usted hará avanzar a su
primo Giacomo fuera de su silencio y «él, a grandes golpes, derribará
a dos y los demás huirán».
Hans Castorp se echó a reír, y
Settembrini sonrió satisfecho, al menos espontáneamente, del efecto
producido por sus palabras plásticas.
-¡Bueno, riamos! -dijo-. Siempre me
encontrará dispuesto a la alegría; «la risa es un resplandor del
alma», dijo un pensador griego. De esta manera nos hemos desviado de
nuestro asunto hacia cosas que, se lo concedo, se hallan unidas a las
dificultades contra las cuales chocan nuestros trabajos preparatorios
para la realización de una Liga universal masónica, dificultades que
la Europa protestante nos opone...
Settembrini continuó hablando, con
calor, de la idea de esa Liga universal que había nacido en Hungría y
cuya realización, que había lugar a esperar, estaba destinada a
conferir a la francmasonería un poder que decidiese la suerte del
universo. Enseñó algunas cartas que había recibido de altos
dignatarios extranjeros de la Liga sobre esta cuestión, una carta
autógrafa de un gran maestre suizo, el hermano Quartier la Tente, del
grado 33, y comenzó el proyecto de hacer del esperanto la lengua
universal de la liga. Su celo se elevó a la esfera de la alta
política, estudió la situación en Europa y enumeró las probabilidades
del triunfo del pensamiento republicano revolucionario en su propio
país, en España y en Portugal. Pretendía mantener correspondencia con
personas situadas a la cabeza de la gran logia de ese último reino.
Allá abajo las cosas se encaminaban, sin duda, hacia un período
decisivo. ¡Que Hans Castorp se preocupase de sí mismo, pues los
acontecimientos se aproximaban! Y el joven prometió hacerlo.
Conviene hacer observar que esas
conversaciones masónicas, que se habían desarrollado entre el
discípulo y cada uno de los dos mentores separadamente, se habían
producido en el período precedente al regreso de Joachim. La discusión
a la que llegamos ahora se efectuó a su regreso y en su presencia,
nueve semanas después de su llegada, a principios de octubre, y Hans
Castorp conservó el recuerdo de aquella reunión bajo un sol de otoño,
delante del casino de Platz, con bebidas refrescantes sobre la mesa,
porque Joachim le inspiró aquel día una preocupación secreta, con
apariencias y síntomas que generalmente no son objeto de preocupación,
o sea, por dolores de garganta y ronquera, inofensivas molestias por
consiguíente, pero que aparecieron al joven Castorp bajo un aspecto un
poco singular, a la luz que creía notar en el fondo de los ojos de
Joachim, de esos ojos que habían sido siempre dulces y grandes, pero
que aquel día, y no antes, se habían agrandado y hecho profundos de un
modo indefinible, con una expresión de ensueño y -hay que añadir esta
palabra extraña- amenazadora, sumándose a aquella luminosidad interior
ya mencionada y que no había desagradado a Hans Castorp; al contrario,
le gustaba mucho, pero a pesar de ello le causaba una gran aprensión.
En una palabra, no es posible hablar de esas impresiones más que de
una manera confusa, conformándose a su carácter.
En lo que se refiere a la
conversación, la controversia -naturalmente una controversia entre
Naphta y Settembrini- fue una cosa aparte y no se parecía mucho a las
conversaciones particulares con Hans Castorp sobre la francmasonería.
Además de los primos, Ferge y Wehsal asistían igualmente, y todos
estaban muy interesados, a pesar de que no se hallasen todos a la
altura de la conversación. Ferge puso de relieve expresamente que no
se hallaba en condiciones. Pero una discusión que se mantiene como si
la propia vida estuviese en peligro, al mismo tiempo que con brío y
agudeza, una discusión de esta clase es interesante en sí misma, hasta
para los que no entienden mucho del tema y no pueden calcular más que
remotamente el alcance. Incluso los oyentes completamente ajenos que,
sentados por casualidad cerca de ellos, oían la conversación,
enarcaban las cejas y se sentían cautivados por la pasión y la gracia
del diálogo...
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