ANDRÉ GIDE (París, 1869-París, 1951)
Escritor francés, Premio
Nobel de Literatura en 1947.
Los sótanos del Vaticano, 1914
(selección)
Libro I,
capítulo VII:
La
conversión del francmasón no podía permanecer secreta mucho tiempo.
Julio de Baraglioul no esperó ni un día para dar cuenta al cardenal
André, que lo propaló en el partido conservador y en el alto clero
francés, en tanto que Verónica lo anunciaba al padre Anselmo, de
manera que la noticia llegó muy pronto a los oídos del Vaticano.
Sin duda
Armand-Dubois había sido objeto de un señalado favor. Que se le
hubiera aparecido la Virgen era realmente una imprudencia afirmarlo;
pero aunque la hubiera visto en sueños, su curación, al menos, estaba
allí, innegable, demostrable, seguramente milagrosa.
Ahora
bien, si podía ser suficiente para Anthime haberse curado, no era
bastante para la Iglesia, que reclama una abjuración manifiesta
pretendiendo rodearla de un ruido insólito.
—¡Y qué!
—le decía algunos días después de esto el padre Anselmo—. Durante
vuestros errores, habría propagado usted por todos los medios la
herejía ¿y se sustrae ahora a la superior enseñanza que el cielo
espera obtener de usted mismo? ¡A cuántas almas los falsos
resplandores de vuestra vana ciencia no han apartado de la luz! A
usted le toca hoy volverlos al camino. ¿Y dudará hacerlo? ¿Qué digo le
toca? Es un deber ineludible, y no le haré la injuria de suponer que
no lo cumpla.
No,
Anthime no se desentendía de aquel deber; no obstante, no dejaba de
temer las consecuencias. Importantes intereses que tenía en Egipto
estaban, ya lo hemos dicho, en manos de los francmasones. ¿Qué podía
hacer sin la ayuda de la Logia? ¿Y cómo esperar que continuaría
sosteniendo a aquel que precisamente la negaba? Como había esperado de
ella su fortuna, se veía ahora arruinado.
Se
confesó al padre Anselmo. Éste, que no conocía el alto grado de
Anthime, se alegró sobremanera al pensar que la abjuración sería mucho
más señalada. Dos días más tarde el alto grado de Anthime no era un
secreto para ninguno de los lectores del Osservatore ni de la
Santa Croce.
—Me
pierde usted —decía Anthime.
—¡Ah,
hijo mío! Al contrario —respondía el padre Anselmo—; le proporcionamos
la salud. En cuanto a lo que respecta a las necesidades materiales, no
se preocupe; la Iglesia subvendrá. He hablado durante mucho tiempo de
su caso con el cardenal Pazzi, que ha debido contárselo a Rampolla, y
le diré, por último, que ya su abjuración no es ignorada de nuestro
Santo Padre. La Iglesia sabrá reconocer lo que sacrifica por ella y no
creo que quede usted frustrado. En resumen:¿no cree que exagera usted
la eficacia (y sonreía) de los francmasones en el caso? ¡No es que yo
no sepa que es preciso frecuentemente contar con ellos!... En fin,¿ha
calculado usted lo que cree que su hostilidad puede hacerle perder?
Dígame la suma aproximadamente y...(levantó el índice de la mano
izquierda a la altura de la nariz con una benignidad maliciosa) y no
tema nada.
Diez
días después de las fiestas del Jubileo, la abjuración de Anthime se
hizo en Gesü, rodeada de una pompa excesiva. No voy a relatar esta
ceremonia, de la que se ocuparon todos los periódicos italianos de la
época. El padre T., socius del general de los jesuitas, pronunció en
esta ocasión uno de sus más importantes discursos. Ciertamente el alma
del francmasón estaba atormentada hasta la locura y el mismo exceso de
su odio era un presagio de amor. El orador sagrado evocaba a Saulo de
Tarso, descubría ante la gesta iconoclasta de Anthime y el
lapidamiento de San Esteban analogías sorprendentes. Y mientras la
elocuencia del reverendo padre se hinchaba y rodaba a través de la
nave como retumba en una gruta sonora el oleaje, Anthime pensaba en la
frágil voz de su sobrina y en lo íntimo de sucorazón agradecía a la
niña el haber llamado sobre los pecados del tío impío la atención
misericordiosa de Aquella a quien él quería únicamente servir en
adelante.
A partir
de aquel día, lleno de más altas preocupaciones, apenas se dio cuenta
Anthime del ruido que se hacía en torno a su nombre. Julio de
Baraglioul había tomado sobre sí el trabajo de sufrir por él, y no
abría los periódicos sin que el corazón se le sobresaltara. A los
primeros entusiasmos de las hojas ortodoxas respondían ahora los
abucheos de los órganos liberales; al importante artículo del
Osservatore, "Una nueva victoria de la Iglesia", hacía pareja la
diatriba del Templo Felice, "Un imbécil más". En fin, en la
Dépêche de Toulouse, la crónica de Anthime, enviada la antevíspera
de su curación, apareció precedida de una noticia burlona; Julio
respondió en nombre de su cuñado con una carta a la vez digna y seca
para advertir a la Dépêche de que no contara más en adelante
con el "converso" entre sus colaboradores. El Zukunft se tomó
la delantera y despidió correctamente a Anthime. Este aceptó los
golpes con el rostro sereno que corresponde a un alma verdaderamente
devota.
—Afortunadamente, el Correspondant te abrirá sus puertas; de esto
respondo —decía Julio con una voz sibilante.
—Pero,
querido amigo, ¿qué quieres que escriba yo en el periódico? —objetaba
benévolamente Anthime—. Nada de lo que me ocupaba ayer me interesa
hoy.
Después,
silencio. Julio había tenido que volverse a París.
Anthime,
sin embargo, presionado por el padre Anselmo, había abandonado
dócilmente Roma. Su ruina material había seguido pronto al
retraimiento del apoyo de las Logias; y las visitas, a las cuales
Verónica, que confiaba en el apoyo de la Iglesia, le empujaba, no
habían tenido otro resultado que el de cansar y, finalmente,
indisponer al alto clero. Amistosamente se le aconsejó que fuese a
aguardar a Milán la compensación antes prometida y los auxilios de un
favor celestial tan pregonado...
Libro III, cap. I:
La
condesa Guy de Saint-Prix, hermana segunda de Julio, a quien la muerte
del conde Justo-Agenor había hecho llegar bruscamente a París, no se
reintegró sino después de mucho tiempo al coquetón castillo de Pezac,
a cuatro kilómetros de Pau, que desde su viudez no abandonaba nunca, y
menos todavía después del casamiento y del establecimiento de sus
hijos, donde recibió una singular visita.
Regresaba de uno de los paseos matinales que tenía costumbre de hacer
en un ligero "dogcar", conducido por ella misma, cuando fueron a
decirle que un capuchino la esperaba desde hacía una hora en el salón.
El desconocido era recomendado del cardenal André, como atestiguaba la
carta de éste, que entregaron a la condesa; la carta estaba bajo
sobre; se leía en ella, encima del nombre del cardenal, escrito con su
fina y casi femenina letra, esto:
"Recomiendo a la especial atención de la condesa de Saint-Prix al
abate J.P. Salus, canónigo de Virmontal."
Eso era
todo, y bastaba; la condesa recibía muy complacida a las gentes de
iglesia; además, el cardenal André tenía el alma de la condesa en sus
manos. En un brinco fue hasta el salón y se disculpó por haberle hecho
esperar.
El
canónigo de Virmontal era un hombre hermoso; en su noble rostro
brillaba una energía varonil que desdecía(si vale la palabra) de la
vacilante precaución de sus gestos y de su voz, como extrañaban sus
cabellos casi blancos en la carnación joven y fresca de su rostro.
A pesar
de la afabilidad de la condesa, la conversación se sostenía mal y se
arrastraba en frases circunstanciales acerca del duelo reciente de la
condesa, la salud del cardenal André, el nuevo fracaso de Julio para
su ingreso en la Academia. La voz del abate se hacía paulatinamente
lenta y sorda y la expresión de su rostro desolada. Por último, se
levantó, pero en lugar de retirarse, dijo:
—Hubiera
querido, señora condesa, de parte del cardenal, darle cuenta de un
asunto grave. Pero la habitación no es discreta, el número de puertas
me asusta; me parece que aquí pueden oírnos.
La
condesa se perecía por las confidencias y los melindres; hizo pasar al
canónigo a un gabinetito estrecho que no tenía entrada más que por el
salón y cerró la puerta.
—Aquí
estamos a cubierto —dijo—. Hable sin temor.
Pero en
lugar de hablar, el abate, que se había sentado frente a la condesa en
un silloncito bajo, sacó un pañuelo de su bolsillo y sofocó con él
unos sollozos convulsivos. Perpleja la condesa, alcanzó de sobre un
velador que se hallaba cerca de ella un cestillo de costura, buscó un
frasco de sales, dudó si ofrecerlo a su visitante y adoptó, por fin,
el partido de respirarlo ella misma.
—Dispénseme —dijo por fin el abate sacando del pañuelo un rostro
congestionado—. Ya sé que es usted muy buena católica, señora condesa,
para no comprenderme muy pronto y compartir mi emoción.
La
condesa sentía horror por las efusiones y refugió su satisfacción tras
un rostro compuesto. El abate se rehizo prontamente y acercando un
poco su silloncito, dijo:
—Me ha
sido necesaria, señora condesa, la solemne confianza del cardenal para
decidirme a venir a hablarle; sí, la seguridad que me ha dado de que
vuestra fe no es como esas fes mundanas, simples revestimientos de la
indiferencia...
—Vayamos
al asunto, señor abate.
—El
cardenal me ha asegurado que podía tener en vuestra discreción una
confianza perfecta, una discreción de confesor, me atrevería a
decirle...
—Pero,
señor abate, perdóneme: si se trata de un secreto que el cardenal
conoce, de un secreto de tal gravedad, ¿cómo no me ha hablado él
mismo?
La
sonrisa del abate simplemente hizo comprender a la condesa la
incongruencia de su pregunta.
—¡Una
carta! Pero, señora, en Correos, en nuestros días, todas las cartas de
los cardenales son abiertas.
—Pudo
confiarle a usted la carta.
—Sí,
señora; pero ¿quién sabe lo que pueda ocurrirle aun papel? Estamos tan
vigilados. Y hay más: el cardenal prefiere ignorar lo que voy a
decirle; no quiere saber nada. ¡Ah, señora! En el último instante me
abandona el valor y no sé si...
—Señor
abate, no me conoce usted y no puede ofenderme porque su confianza en
mí no sea más grande —dijo dulcemente la condesa volviendo la cabeza—.
Tengo para los secretos que me confían el más grande respeto. Dios
únicamente sabe si he hecho nunca la menor traición. Pero jamás se me
ha ocurrido solicitar una confidencia...
Hizo un
ligero movimiento como para levantarse y el abate extendió el brazo
hacia ella.
—Me
dispensará, señora, dignándose considerar que es usted la primera
mujer, la primera, digo, que ha sido juzgada digna por los que me han
confiado la espantosa misión de advertirla, digna de recibir y
conservar este secreto. Y me asusta, lo confieso, saber que esta
revelación es tan pesada y difícil para la inteligencia de una mujer.
—Se
fantasea mucho sobre la poca capacidad de inteligencia de las mujeres
—dijo secamente la condesa. Después, con las manos un poco inquietas,
guardó su curiosidad bajo un aire distraído, resignado y vagamente
extático, que juzgó a propósito para recibir una importante
confidencia de la Iglesia. El abate acercó nuevamente su silloncito.
Pero el
secreto que el abate Salus se aprestaba a confiar a la condesa me
parece todavía hoy demasiado desconcertante, demasiado atrevido para
que ose traerlo aquí sin una amplia precaución.
Existe
en el mundo de un lado la novela y de otro la historia. Agudos
críticos han considerado la novela como historia que hubiera podido
ser y la historia como una novela que se ha realizado. Es preciso
reconocer, en efecto, que el arte del novelista empuja frecuentemente
a la credulidad, mientras los hechos muchas veces la desafian. ¡Ah!
Ciertos espíritus escépticos niegan el hecho cuando rompe con lo
ordinario. No es para éstos para los que yo escribo.
Que el
representante de Dios sobre la tierra haya podido ser arrebatado de la
Santa Sede y por la intervención del Quirinal robado, en cierto modo a
la cristiandad entera, es un problema muy espinoso que yo no tengo ni
remotamente la temeridad de sacar a relucir. Pero es un hecho
"histórico" que hacia fines del año 1893 circuló el rumor; es patente
que numerosas almas devotas se conmovieron. Algunos periódicos
hablaron tímidamente; se les hizo enmudecer. Un folleto sobre este
asunto se publicó en Saint-Malo fue secuestrado. El caso es que el
partido francmasón tampoco se esforzaba en que se divulgara el relato
de este delito y el partido católico no osaba dar su apoyo o no se
resignaba a cubrir las colectas extraordinarias que se organizaron
pronto con este fin. Y sin duda numerosas almas piadosas contribuyeron
(se calcula en cerca de medio millón la suma recogida o gastada en
esta ocasión); pero era dudoso si todos los que recibían los fondos
eran verdaderos devotos o simplemente estafadores. Era preciso, para
llevar a buen término esta colecta, a falta de una convicción
religiosa, una audacia, una habilidad, un tacto, una elocuencia,"un
conocimiento de las personas y de los hechos, una salud que sólo
podían envanecerse de tener algunos osados como Protos, el antiguo
compinche de Lafcadio. Quiero advertir honradamente al lector: era
aquél el que se presentaba hoy bajo el aspecto y el nombre usurpado de
canónigo de Virmontal.
La
condesa, decidida a no despegar los labios y a no cambiar de actitud
ni aun de expresión hasta conocer el secreto, escuchaba
imperturbablemente al falso sacerdote, cuya seguridad se afirmaba poco
a poco. Se había levantado y caminaba a grandes pasos. Para mejor
preparación, tomaba el asunto, si no precisamente en sus comienzos (el
conflicto entre la Logia y la Iglesia, esencial, ¿no había existido
siempre?), remontándose, por lo menos, a ciertos hechos en los que se
había declarado la hostilidad flagrante. Había comenzado por invitar a
la condesa a que se acordara de las dos cartas dirigidas por el Papa
en diciembre del 92, una al pueblo italiano y la otra más
especialmente a los obispos, previniendo a los católicos contra los
manejos de los francmasones; después, como la memoria le fallara a la
condesa, hubo de remontarse más lejos, recordar la erección de la
estatua de Giordano Bruno, decidida, presidida por Crispi, tras del
que hasta entonces estaba disimulada la Logia. Pintó a Crispi
despechado porque el Papa había rechazado sus ofrecimientos y rehusado
negociar con él (y negociar no era entrar en componendas, colaborar,
someterse). Describió esta jornada trágica: los ejércitos tomando
posiciones; los francmasones, en fin, quitándose la careta, y —en
tanto que el cuerpo diplomático acreditado cerca de la Santa Sede se
trasladaba al Vaticano, manifestando por aquel acto, al mismo tiempo
que su desprecio por Crispi, su veneración por nuestro Santo Padre
ultrajado—, la Logia, con las banderas desplegadas, en la plaza "Campo
dei Fiori", donde se alzaba el ídolo provocador, aclamaba al ilustre
blasfemo.
—En el
consistorio que se celebró poco después, el 30 de junio de 1889
—continuó diciendo, siempre de pie, apoyándose ahora sobre el velador,
los dos brazos hacia adelante, inclinado hacia la condesa—, León XIII
dejó escapar su indignación vehemente. Su protesta fue escuchada por
la Tierra entera. ¡Y toda la cristiandad tembló al oírle hablar de
abandonar Roma! ¡Abandonar Roma he dicho!... Todo esto, señora
condesa, lo sabe usted ya, lo ha sufrido usted y lo recuerda como yo.
Reanudó
sus paseos.
—En fin,
Crispi fue arrojado del poder. ¿Iba a respirar la Iglesia? En
diciembre de 1892 escribió el Papa aquellas dos cartas. Señora...
Se
sentó, aproximó bruscamente su sillón al canapé y asiendo el brazo de
la condesa añadió:
—Un mes
más tarde el Papa estaba en el calabozo.
La
condesa se obstinaba en permanecer callada. El canónigo le soltó el
brazo y continuó en un tono más reposado:
—No
pretendo, señora, que se apiade de los sufrimientos de un cautivo. El
corazón de las mujeres está siempre pronto a conmoverse ante el
espectáculo de los infortunios. Me dirijo a su inteligencia, condesa,
y la invito a que considere el desorden en que, a los cristianos, la
desaparición de nuestro jefe espiritual nos ha sumido. Una ligera
arruga se marcó en la frente pálida de la condesa.
—Es
horrible, señora, pero no importa; un falso Papa es más horrible
todavía. Porque para disimular su crimen, ¿qué digo?, para invitar a
la Iglesia a desmantelarse, a deshacerse ella misma, la Logia ha
instalado sobre el trono pontifical, en el sitial de León XIII, no sé
qué satélite del Quirinal, un maniquí a la imagen de Su Santidad
víctima, un impostor, al cual, por temor de perjudicar al verdadero,
nos es preciso someternos, ante el cual, en fin, ¡oh vergüenza!, en el
jubileo se ha inclinado la cristiandad entera.
A
aquellas palabras el pañuelo que retorcía en sus manos se desgarró.
—El
primer acto del falso papa fue aquella encíclica harto famosa, la
encíclica a Francia, por la que el corazón de todo francés digno de
este nombre sangra todavía. Sí, sí, ya sé, señora, cuánto ha sufrido
su gran corazón de condesa al oír a la Santa Iglesia renegar de la
santa causa de la realeza, al Vaticano aplaudir a la República. ¡Ah!
Convénzase, señora condesa. ¡Piense en lo que ha sufrido el Santo
Padre cautivo al oír a ese impostor proclamarlo republicano!
Después
se echó hacia atrás con una risa convulsiva:
—¿Y qué
ha pensado usted, condesa de Saint-Prix, y qué ha pensado usted como
corolario de esta cruel encíclica, de la audiencia concedida por
nuestro Santo Padre al redactor del Petit Journal! ¡Del
Petit Journal, señora condesa! ¡Ah! ¡León XIII en el Petit
Journal! Comprende usted que eso es imposible. ¡Su noble corazón
le ha gritado ya que eso es falso!
—Pero
—exclamó la condesa sin poder contenerse más—, eso es lo que hay que
gritar a toda la Tierra.
—¡No,
señora! ¡Eso es lo que hay que callar! —responde tonitronante el
abate, formidable—. Eso es lo que hay que callar primeramente. Eso es
lo que debemos ocultar para trabajar.
Después,
excusándose con una voz súbitamente llorosa:
—Ya ve
usted que le hablo como a un hombre.
—Tiene
usted razón, señor abate. Trabajar, dice usted. Pronto: ¿qué ha
resuelto usted?
—¡Ah! Ya
sabía que encontraría en usted esta noble impaciencia viril, digna de
la sangre de los Baraglioul. Pero nada hay tan peligroso en los
comienzos, ¡ah!, como un celo intempestivo. En cuanto a esos
abominables crímenes que conocen hoy algunos elegidos, nos es
indispensable, señora, contar con su discreción perfecta, con su plena
y entera sumisión a la indicación que le será dada en tiempo oportuno.
Actuar sin nosotros es actuar contra nosotros. Y, además de la
desaprobación eclesiástica que podrá entrañar... si no basta: la
excomunión. Toda iniciativa individual se estrellará contra los mentís
categóricos y formales de nuestro partido. Se trata, señora, de una
cruzada; sí, pero de una cruzada secreta. Excúseme que insista sobre
este punto, pero estoy encargado muy especialmente por el cardenal de
advertirle que quiere ignorar esta historia y que no sabrá nada sobre
este asunto si se le habla de él. El cardenal no quiere haberme visto;
y hasta más adelante, si los sucesos nos ponen en relación,
convengamos que usted y yo no nos hemos hablado jamás. Nuestro Santo
Padre sabrá pronto reconocer a sus verdaderos servidores.
Un poco
decepcionada, la condesa arguye tímidamente: —¿Pero entonces?...
—Se
trabaja, señora condesa; se trabaja, no tenga temor. Y hasta estoy
autorizado para revelarle una parte de nuestro plan de campaña.
Se
acomodó en su silla, bien enfrente de la condesa. Ésta, entre tanto,
había levantado sus manos al rostro y permanecía, con el busto
adelantado, los codos en las rodillas, el mentón apoyado en las palmas
de las manos. Comenzó a contar que el Papa no estaba encerrado en el
Vaticano, sino probablemente en el castillo del Santo Ángel, que, como
sabía ciertamente la condesa, comunicaba con el Vaticano por un
corredor subterráneo; la dificultad para sacarle de aquel calabozo era
el temor casi supersticioso que cada uno de los servidores tenía a la
francmasonería, a pesar de su amor a la Iglesia. Y era con esto con lo
que contaba la Logia; el ejemplo del Santo Padre secuestrado mantenía
a las almas en el terror. Ninguno de los servidores consentía en
prestar su concurso sin que le facilitasen previamente el vivir lejos,
al abrigo de sus perseguidores. Importantes sumas se habían destinado
a este fin por personas devotas y de discreción reconocida. No había
que vencer más que un obstáculo, pero que presentaba más dificultades
que todos los demás reunidos. Porque este obstáculo era un príncipe,
carcelero jefe de León XIII.
—¿Se
acuerda usted, señora condesa, del misterio en que sigue envuelto el
doble asesinato del archiduque Rodolfo, príncipe heredero de
Austria-Hungría, y de su joven esposa, encontrada agonizante a su
lado, María Wettsyera, la nieta de la princesa Grazioli, que acababa
de casarse? Suicidio, se dijo. La pistola no estaba allí más que para
probar la coartada ante la opinión pública; la verdad es que los dos
habían sido envenenados. Locamente enamorado, ¡ay!, de María Wettsyera,
un primo del gran duque, su marido, gran duque también, no había
soportado verla en brazos de otro... Después de este abominable
crimen, Juan Salvador de Lorená, hijo de María Antonieta, gran duquesa
de Toscana, abandonaba la corte de su pariente el emperador Francisco
José. Sabiendo que le habían descubierto en Viena, iba a confesarse al
Papa, a implorarle, a aplacarle. Obtuvo el perdón. Pero bajo pretexto
de penitencia, Monaco —el cardenal Monaco LaValette— lo encerró en el
castillo del Santo Ángel, donde gemía desde hacía tres años.
El
canónigo había relatado todo esto con una voz casi igual; hizo una
pausa, y después, con un pequeño golpecito de pie:
—Es a él
a quien Monaco ha nombrado jefe de los carceleros de León XIII.
—¡Eh!
¡Quién! ¡El cardenal! —exclamó la condesa—. ¿Un cardenal puede ser
entonces francmasón?
—¡Ah!
—dijo el canónigo pensativo—, la Logia ha penetrado de un modo intenso
en la Iglesia. Crea usted, señora condesa, que si la Iglesia hubiera
sabido defenderse mejor no hubiera sucedido nada de esto. La Logia no
ha podido apoderarse de la persona de nuestro Santo Padre más que con
la connivencia de algunos compañeros situados en puestos muy altos.
—¡Pero
esto es horrible!
—¿Qué
más voy a decirle, señora condesa? Juan Salvador creía ser prisionero
de la Iglesia cuando lo era de los francmasones. No consiente en
trabajar hoy por la evasión del Santo Padre más que si se le permite
huir al mismo tiempo; y tiene que huir muy lejos, a un país donde no
sea posible la extradición. Además, exige doscientos mil francos.
A estas
palabras Valentina de Saint-Prix, que hacía algunos instantes
retrocedía y dejaba caer los brazos inclinando la cabeza hacia atrás,
lanzó un débil gemido y perdió el conocimiento. El canónigo se
abalanzó:
—Tranquilícese usted, señora condesa —y le daba golpecitos en las
manos—. ¡No es para tanto! —y le acercaba el frasco de sales a las
narices—. Para esa suma de doscientos mil francos disponemos ya de
ciento cuarenta —y cuando la condesa abría los ojos—: la duquesa de
Lectoure ha dado cincuenta: no quedan más que sesenta por cubrir.
—Los
tendrá usted —murmuró casi imperceptiblemente la condesa.
—Condesa, la Iglesia no duda de usted.
Se
levantó, muy grave, casi solemne. Hizo una pausa, y después:
—Condesa
de Saint-Prix —dijo—, tengo en su generosa palabra la confianza más
plena; pero piense en las dificultades sin cuento que nos van a
entorpecer, a molestar, a impedir acaso la remesa de esta suma; suma,
digo, que usted misma debe olvidar que me ha dado, que yo mismo debo
estar pronto a negar que he recibido, para la cual no me será
permitido ni libraros un recibo... Yo no puedo prudentemente recibirla
más que de mano a mano, de su mano a la mía. Estamos vigilados. Mi
presencia en el castillo puede ser comentada. ¿Estamos, acaso, seguros
de los criados? ¡Piense en la elección del conde de Baraglioul! No es
necesario que yo vuelva aquí.
Y como
después de estas palabras permanecía allí, plantado, sin decir esta
boca es mía, la condesa comprendió:
—Pero,
señor abate, usted comprenderá que yo no tengo en casa esa enorme
suma. Y, además...
El abate
se impancientaba ligeramente; la condesa no se atrevió a añadir que
necesitaría sin duda algún tiempo para reuniría (porque esperaba no
tener que desembolsarla ella sola). Murmuró:
—¿Qué he
de hacer?
Después,
como las cejas del canónigo se mostraban demás en más amenazadoras,
agregó:
—Tengo
arriba algunas alhajas...
—¡Ah!
No, señora; las alhajas son recuerdos. ¿Me supone usted haciendo
cambalaches? ¿Y piensa usted que voy a dar la voz de alerta buscando
el mejor postor?Arriesgaría comprometer en el mismo golpe a usted y
nuestro asunto.
Su voz
grave insensiblemente se hacía áspera y violenta. La de la condesa
temblaba ligeramente.
—Aguarde
un instante, señor canónigo; voy a ver lo que tengo en los cajones.
Regresó
bien pronto. Su mano crispada frotaba billetes azules.
—Afortunadamente, acababa de cobrar los arrendamientos. Puedo
entregarle ya seis mil quinientos francos.
El
canónigo se encogió de hombros.
—¿Y qué
quiere usted que haga yo con eso?
Y con un
entristecido menosprecio, con un gesto noble, apartó a la condesa:
—No,
señora, no. No cogeré esos billetes. No los cogeré más que con los
otros. Las personas íntegras exigen la integridad. ¿Cuándo podrá
entregarme toda la suma?
—¿Cuánto
tiempo me concede usted?... ¿Ocho días?... —preguntaba la condesa, que
piensa en hacer una colecta.
—Condesa
de Saint-Prix: ¿Se había equivocado la Iglesia? ¡Ocho días! No diré
más que una palabra: "El Papa aguarda".
Después
alzó los brazos al cielo:
—¡Qué!
¡Se le proporciona el insigne honor de tener entre las manos su
libertad y tarda usted! ¡Tema, señora, tema que el Señor, el día de
vuestra liberación, no haga igualmente esperar y languidecer vuestra
alma a las puertas del Paraíso!
Se
tornaba amenazador, terrible; después, bruscamente, llevó a sus labios
el crucifijo de un rosario y se abstrajo en una rápida oración.
—¿El
tiempo preciso de escribir a París? —gimió la condesa.
—¡Telegrafíe! Que su banquero deposite los sesenta mil francos en el
Crédit Foncier, de París, que a su vez telegrafiará al Crédit Foncier
de Pau para que le entreguen a usted inmediatamente la suma. Es
sencillísimo.
—Yo
tengo dinero en Pau, en depósito —aventuró ella.
—¿En
casa de un banquero?
—En el
Crédit Foncier, precisamente.
Entonces
el sacerdote se indigna.
—¡ Ah,
señora! ¿Por qué da usted ese rodeo para decírmelo? ¿Es ésa la prisa
que mostraba? ¿Qué diría usted si ahora yo rechazara su ayuda?...
Después,
caminando a través de la habitación con las manos en la espalda y como
mal dispuesto a todo lo que pudiera oír:
—Hay en
ello algo más que tibieza (y daba con la lengua pequeños chasquidos
para manifestar su desagrado) y hasta acaso doblez.
—Señor
abate, yo le suplico...
Durante
algunos instantes el abate continuó su marcha, la vista baja,
inflexible. Por último:
—Usted
conoce, lo sé, al abate Boudin, con el que almuerzo esta misma mañana
(saca el reloj) y al que voy a hacer aguardar. Extendiendo un cheque a
su nombre, él cogerá por mí los sesenta billetes, que podrá remitirme
en seguida. Cuando usted vuelva a verlo dígale simplemente que son
"para la capilla expiatoria"; es un hombre discreto que sabe vivir y
que no insistirá.¡Bueno! ¿Qué espera usted todavía?
La
condesa, que estaba postrada sobre el canapé, se levantó, se dirigió a
una mesita de escritorio y la abrió. Sacó un carnet oblongo, verde
oliva, del que cubrió una hoja con su escritura alargada.
—Dispénseme que me haya mostrado un poco brusco hace un momento,
señora condesa —dijo el abate con una voz dulcificada mientras cogía
el cheque que ella le tendía—. ¡Pero están en juego tales intereses!
Después,
deslizando el cheque en un bolsillo interior:
—Sería
impiedad darle las gracias, ¿no es verdad? Es en nombre de Aquel entre
cuyas manos yo no soy más que un instrumento muy digno.
Lanzó un
breve sollozo, que sofocó en su pañuelo; pero se rehizo en seguida y
murmuró rápidamente una frase en una lengua extranjera.
—¿Es
usted italiano? —preguntó la condesa.
—¡Español! La sinceridad de mis sentimientos lo ha revelado.
—Pero no
el acento. Verdaderamente habla usted el francés con una pureza...
—Es
usted demasiado amable, señora condesa. Dispénseme que la abandone tan
pronto. Gracias a esta pequeña combinación voy a poder llegar a
Narbona esta misma tarde, donde me espera el arzobispo con gran
impaciencia. ¡Adiós!
Había
cogido las manos de la condesa.
—Adiós,
condesa de Saint-Prix —y después, poniéndose un dedo sobre los
labios—: Y recuerde que una palabra suya puede echarlo todo a perder.
No bien
había acabado de salir, la condesa corrió al cordón de la campanilla.
—Amelia,
di a Pedro que prepare en seguida la calesa, que esté dispuesta
después del almuerzo para ir al pueblo. ¡Ah! Un momento... Que Germán
monte en su bicicleta y lleve inmediatamente a la señora Fleurissoire
la carta que te voy a dar.
E
inclinada sobre la mesita de escritorio, que no había cerrado,
escribió:
Querida señora:
Iré a
verla en seguida. Espéreme hacia las dos. Tengo que decirle una cosa
muy grave. Prepare la manera de que estemos solas.
Firmó,
cerró el sobre y entregó la carta a Amelia.
Libro
quinto, cap.VI
En el
último coche iban la señora Armand-Dubois, con la condesa y su hija;
en el segundo, el conde con Anthime Armand-Dubois.
Ante la
tumba de Fleurissoire no se hizo ninguna alusión a su desgraciada
aventura. Pero al regreso del cementerio, Julio de Baraglioul, de
nuevo solo con Anthime, comenzó:
—Te
había prometido interceder por ti cerca del Santo Padre.
—Dios es
testigo de que no lo deseaba.
—Es
verdad. Irritado por la situación en que te abandonaba la Iglesia, no
había escuchado más que a mi corazón.
—Dios es
testigo de que no me he quejado jamás.
—Ya lo
sé, ya lo sé... ¡Me has excitado bastante con tu resignación! Y
además, ya que me incitas a que no vuelva sobre ello, te confesaré, mi
querido Anthime, que reconocía en ella menos santidad que orgullo, y
que esta resignación excesiva, la última vez que te vi en Milán, me
pareció más cerca de la rebeldía que de la verdadera piedad, y me
había molestado grandemente en mi fe. Dios no te exigía tanto. ¡Qué
diablo! Hablemos con sinceridad; tu actitud me había chocado.
—La
tuya, yo puedo también confesarlo, me había entristecido, mi querido
hermano. Eras tú precisamente quien me incitaba a la rebeldía y...
Julio,
que se acaloraba, le interrumpió:
—Lo he
probado suficientemente por mí mismo y lo he dado a entender a los
demás durante toda mi carrera, que se puede ser perfectamente
cristiano sin desdeñar por eso las legítimas ventajas que nos ofrece
el rango en que Dios ha creído, sabio, colocarnos. Lo que yo
reprochaba de tu actitud era precisamente tu afectación, que parecía
querer aventajar mi religiosidad.
—Dios es
testigo de que...
—¡No
protestes siempre! —interrumpió de nuevo Julio—. Dios no tiene nada
que ver con esto. Te explico precisamente que cuando yo digo que tu
actitud era de rebeldía... me refiero a mi rebeldía; y esto es
precisamente lo que te reprocho, aceptar la injusticia de dejar a otro
que se rebele por ti. Porque yo no admito que la Iglesia obre en su
daño y tu actitud, sin quererlo, parecía demostrar eso. Entonces
decidí quejarme por ti. Ahora vas a ver cuánta razón tenía para
indignarme.
Julio,
cuya frente sudaba, colocó sobre sus rodillas el sombrero de copa.
—¿Quieres que deje entrar un poco de aire?
Y
Anthime, complaciente, bajó el cristal de su lado.
—Tan
pronto como llegué a Roma —continuó Julio— solicité una audiencia. Fui
recibido. Un extraño suceso debía coronar mi gestión...
—¡Ah!
—dijo indiferente Anthime.
—Sí,
amigo mío, porque si no obtengo en especie nada de lo que he venido a
reclamar, llevaré por lo menos de mi visita una seguridad... que pone
a nuestro Sumo Pontífice al abrigo de todas las suposiciones
injuriosas que nos formemos en torno suyo.
—Dios es
testigo de que yo nunca he formulado injurias en torno de nuestro
Santo Padre.
—Las
formulaba yo por ti; te veía abandonado y me indignaba.
—Vamos
al asunto, Julio. ¿Has visto al Papa? —Pues bien, ¡no!, no he visto al
Papa —exclamó por fin Julio—, pero me he enterado de un secreto,
secreto que no creí en un principio, pero que bien pronto, por la
muerte de nuestro querido Amadeo, hube de confirmar; secreto
espantoso, desconcertante, pero donde tu fe, querido Anthime, sabrá
reconfortarse. Porque has de saber que de esa negativa de justicia de
la que te hacen víctima es inocente el Papa...
—¡Ah!
¡Yo no lo he dudado nunca!
—Anthime,
escucha bien: Yo no he visto al Papa porque nadie puede verlo; el que
ahora está sentado sobre el trono pontificial y a quien la Iglesia
escucha y que promulga, el que me ha hablado, el Papa que se ve en el
Vaticano, el que yo he visto, "no es el verdadero". Anthime, a estas
palabras, fue acometido de una risa escandalosa.
—¡Ríe,
ríe! —repetía Julio picado—. Yo también me reía al principio. Si no me
hubiese reído tanto no habrían asesinado a Fleurissoire. ¡Ah! ¡Santo
amigo! ¡Pobre víctima!...
Su voz
se extinguió en sollozos.
—Dime:
¿es en serio que no me la quieres pegar?...¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!...
—dijo Armand-Dubois, a quien el énfasis de Julio inquietaba—.
Primeramente sería necesario saber...
—Por
haber querido saber es por lo que ha muerto.
—Pero,
en fin, si yo me he desprendido de mis bienes, de mi situación, de mi
ciencia, si he tolerado que jugaran conmigo... —continuaba Anthime,
que poco a poco se exaltaba a su vez.
—Yo te
lo digo; de todo esto, el "verdadero" no es responsable; el que te ha
engañado es un agente del Quirinal...
—¿Debo
creer lo que me dices?
—Si no
me crees a mí, cree a ese pobre mártir.
Ambos
permanecieron algunos momentos silenciosos. Había dejado de llover; un
rayo separaba las nubes. El coche, con lento traqueteo, entraba en
Roma.
—En ese
caso ya sé lo que tengo que hacer— repuso Anthime con gran firmeza de
voz—. Yo revelo el secreto.
Julio se
sobresaltó.
—Me
espantas, amigo mío. Vas a hacer que te excomulguen.
—¿Por
qué? Si es un falso Papa, qué me importa.
—Y yo
que pensaba ayudarte a gustar en este secreto una virtud consoladora
—agregó Julio consternado.
—¿Lo
tomas a broma?... ¿Y quién me dirá si Fleurissoire, al llegar al
paraíso, no descubre allí también que su Dios no es tampoco el
"verdadero"?
—¡Vamos,
querido Anthime, no divagues! ¡Cómo si allí pudiese haber dos! ¡Cómo
si allí pudiese haber "otro"!
—No,
verdaderamente hablas de esto con gran desenvoltura, tú, que no has
renunciado a nada por "él"; tú, que, verdadero o falso, te aprovechas
de él... ¡Ah! Calla, tengo necesidad de airearme.
Inclinado sobre la portezuela, tocó con su bastón la espalda del
cochero e hizo parar el coche. Julio se apresuró a descender con él.
—¡No!
Déjame. Ya sé bastante para conducirme. Guardalo demás para una
novela. En cuanto a mí, esta misma tarde escribo al Gran Maestre de la
Orden, y desde mañana reanudo mis crónicas científicas en la
Dépêche. Nos vamos a reír.
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