SIR
WALTER SCOTT (1771-1832)
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Sir Walter Scott
(1771-1832) fue iniciado en 1801 en la logia “San David” de Edimburgo |
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Sir Walter Scott, primer Baronet
(Edimburgo, 15 de agosto de 1771 – Melrose, Escocia, 21 de septiembre
de 1832) fue un escritor del Romanticismo británico especializado en
novelas históricas. Scott fue el primer autor que tuvo una verdadera
carrera internacional en su tiempo, con muchos lectores contemporáneos
en Europa, Australia, y Norteamérica. Algunos de sus títulos más
famosos son Ivanhoe, Rob Roy,
Quintín Durward, La Dama de Lago,
etc.
Después de estudiar Derecho en la
Universidad de Edimburgo, se hizo abogado en Edimburgo.
Walter Scott fue iniciado en 1801 en
la logia “San David” de Edimburgo.
En 1814 escribió Waverley, or Tis
Sixty Years Since; El oficial aventurero, una novela ambienta durante
el levantamiento jacobita de 1745 en el Reino Unido
En 1819 escribió Ivanhoe, una novela
histórica que tiene lugar en la Inglaterra del siglo XII y que alcanzó
otro éxito clamoroso. También tuvo un notale éxito Quintín Durward en
1823.
Por su carrera literaria obtuvo el
título de barón, pasando a ser Sir Walter Scott.
Obras:
Waverley (1814)
Guy Mannering (Guy Mannering o El
astrólogo, 1815)
The Antiquary (El anticuario,
1816)
Ciclo Tales of my Landlord
(Historias de mi posadero) (primera serie narrativa, 1816): The Black
Dwarf (El enano negro) y Old Mortality (Eterna mortalidad o Los
puritanos de Escocia)
Rob Roy (1818)
Ciclo Tales of my Landlord
(Historias de mi posadero) (segunda serie narrativa, 1818): The Heart
of Midlothian (El corazón de Mid-Lothian)
Ivanhoe (1819)
Ciclo Tales of my Landlord
(Historias de mi posadero) (tercera serie narrativa, 1819): The Bride
of Lammermoor (La novia de Lammermoor o La pastora de Lammermoor o la
desposada) y A Legend of Montrose (La leyenda de Montrose)
Narraciones de fuentes
benedictinas: The Abbot (El abad) y The Monastery (El monasterio),
ambas de 1820
Kenilworth (Kenilworth, 1821)
The Pirate (El pirata, 1822)
The Fortunes of Nigel (Las
aventuras de Nigel, 1822)
Peveril of the Peak (Peveril del
Pico, 1822)
Quintin Durward (Quintín Durward,
1823)
St. Ronan's Well (Las aguas de St.
Ronan, 1824)
Redgauntlet (Redgauntlet: una
historia del siglo XVIII, 1824)
Ciclo Tales of the Crusaders
(Relatos de los cruzados, 1825): The Betrothed (Los desposados o El
condestable de Chester) y The Talisman (El talismáno Ricardo Corazón
de León)
Woodstock, or The Cavaliers: A
Tale of 1651 (Woodstock o Los caballeros: una historia de 1651, 1826)
The Fair Maid of Perth (La hermosa
joven de Perth o El día de San Valentín, 1828)
Anne of Geierstein (La hija de la
niebla, 1829)
Ciclo Tales of my Landlord
(Historias de mi posadero) (cuarta serie narrativa, 1832): Count
Robert of Paris (Robert, conde de París) y Castle Dangerous (El
castillo peligroso).
Poemas:
The Lay of the Last Minstrel
(Canto del ultimo trovador, 1805)
Ballads and Lyrical Pieces
(Baladas, 1806)
Marmion o Marmion: a Tale of
Flodden Field (1808)
The Lady of the Lake (La Dama del
Lago, 1810)
The Vision of Don Roderick (Visión
de Don Rodrigo, 1811)
The Bridal of Triermain (Los
desposorios de Riermain, 1813)
Rokeby (Matilde de Rokeby, 1813)
The Field of Waterloo (El campo de
Waterloo, 1815)
The Lord of the Isles (El lord de
las islas, 1815)
Harold the Dauntless (Harold, el
intrépido, 1817)
En su novela Ivanhoe se inspira en
la historia de la Orden del Temple que, como es sabido, ciertas
obediencias masónicas del siglo XVIII, sitúan como origen de la
Masonería.
Ivanhoe
Cap. XXVIII:
“Este establecimiento de los
templarios ocupaba el centro de unas vastas praderas que el fundador
había legado a la Orden. Estaba bien fortificado, porque los
templarios nunca descuidaban esta precaución, que a la sazón era de
suma importancia, estando tan agitada y revuelta Inglaterra. Dos
alabarderos vestidos de negro guardaban el puente levadizo, y otros
dos, con el mismo traje, se paseaban a pasos mesurados sobre la
muralla, semejantes a espectros más que a hombres. Tal era el uniforme
de los empleados inferiores de la Orden desde que el uso del ropaje
blanco, igual que el de los caballeros y escuderos, había dado origen
en las montañas de Palestina a la formación de unos falsos templarios
que habían acarreado gran deshonra a los verdaderos. De cuando en
cuando atravesaba el patio un caballero de la Orden, con su manto
blanco, la cabeza inclinada y los brazos cruzados. Si se encontraban
dos, se saludaban en silencio con una profunda cortesía, porque tal
eran las reglas que se observaban, fundada quizás en lo que dice la
Escritura: Pecado hay en muchas palabras, y la vida y la muerte están
en tu lengua. En fin, la severa disciplina de Lucas de Beaumanoir
había hecho renacer el ascético rigor de los tiempos primitivos del
Temple, en lugar del desorden en que por tanto tiempo había vivido
aquella Orden militante.
Isaac se paró a la puerta, sin saber
cómo podría introducirse en el preceptorio, porque sabía que la nueva
severidad de los templarios no era menos funesta a los de la nación
hebrea que su antiguo desarreglo y que a la sazón la ley que profesaba
le exponía a la persecución de los caballeros, como en otra época su
riqueza le había expuesto a las extorsiones de su implacable tiranía.
Entretanto Lucas de Beaumanior se
paseaba por un pequeño jardín del preceptorio situado dentro de las
murallas, y conversaba triste y confidencialmente con uno de los
caballeros de la Orden que había ido en su compañía a Tierra Santa.
El Gran Maestre era un hombre de
avanzada edad, como lo denotaba el color de su larga barba y de las
pobladas cejas que sombreaban sus ojos; mas los años no habían apagado
el fuego que en ellos centelleaba. Sus facciones ásperas y la
expresión de fiereza que en ellas se leía anunciaban el guerrero
intrépido y formidable, en tanto que la palidez de su rostro y el
orgullo de sus miradas daban a conocer su valor y entereza y la
secreta satisfacción del que se juzga superior a cuantos le rodean. En
medio de estos rasgos peculiares de su fisonomía se notaba en ella
cierto aire de nobleza y magnanimidad, debido sin duda, a su trato
frecuente con príncipes y soberanos y al ejercicio de la autoridad
suprema en una sociedad de guerreros ligados no menos por las leyes
del honor que por las reglas de su instituto. Su estatura era elevada,
y a pesar de los años y de los trabajos, erguida y majestuosa. El
corte y hechura de su manto eran los mismos que prescribía la Orden de
San Bernardo, y se componía de un paño común ajustado al cuerpo, con
la cruz peculiar a la Orden, de paño color de grana, sobre el hombro
izquierdo. No adornaban este atavío los armiños con que se engalanaban
los prelados de otras Ordenes religiosas; pero en consideración a su
edad se había aprovechado del permiso que le daba la regla, y llevaba
la túnica forrada de piel de cordero, con la lana hacia fuera, que era
el mayor lujo que su conciencia le permitía usar, en vez de los ricos
forros de pieles extrañas, tan a la moda en aquellos siglos. Tenía en
la mano un báculo correspondiente a su dignidad. Llamábase ábaco, y
terminaba por la parte superior en una placa redonda en que estaba
grabada en medio de una orla la cruz octangular de la Orden. Su
compañero estaba vestido del mismo modo; pero el profundo respeto con
que le hablaba daba a entender que nada era igual entre ellos sino el
traje. Aunque preceptor o superior de una de las casas de la Orden, no
marchaba de frente con él, sino de manera que el Gran Maestre pudiera
dirigirle la palabra sin volver la cabeza.
- Conrado -decía Lucas de Beaumanior-,
querido amigo y compañero en mis batallas y peligros, en tu fiel
corazón puedo desahogar las cuitas que atosigan el mío. Sólo en ti
puedo depositar mis ardientes deseos de reunirme con los justos.
Ninguno de los objetos que se han presentado hasta ahora a mis ojos en
Inglaterra me ha servido más que de tormento y de mortificación, salvo
las tumbas de nuestros hermanos que aún adornan la iglesia de la Orden
de la orgullosa capital. ¡Oh valiente Roberto de Ros!, exclamaba yo
interiormente al ver Ias estatuas de aquellos buenos soldados de la
Cruz recostadas en sus sepulcros. ¡Oh digno Guillermo de Mareschal!
¡Abrid vuestras moradas de mármol y admitid a un hermano cansado de la
vida, que más bien quiere pelear contra cien paganos que ser testigo
de la decadencia de su santa Orden!
-¡Es cierto -respondió Conrado Mont-
Fichet-; es demasiado cierto! Las irregularidades de nuestros hermanos
de Inglaterra son mucho peores que las de los de Francia.
- Porque son mas ricos -prosiguió el
Gran Maestre-. No es por alabarme; pero ya sabes la vida que he
llevado, mi celo en cumplir hasta los ápices de nuestra regla, mi
tesón en pelear con gentes endiabladas y perversas, mi incansable
ardor en acometer al león rugiente, que gira en torno buscando a quien
devorar. Buen caballero y eclesiástico devoto: a esto he aspirado en
el curso de mi larga experiencia. Mi divisa ha sido la que dice
nuestro padre San Bernardo en el capítulo cuarenta y cinco de nuestra
constitución: Ut leo samper feriatur. Este es el ardor que ha devorado
mi substancia y mi jugo vital, y hasta mis nervios y la médula de mis
huesos. ¡Pero por el Santo Temple te juro que, si no eres tú y algunos
pocos que conservan la severidad del instituto no veo entre nuestros
hermanos sino hombres indignos del hábito que visten! ¡Qué diferencia
entre lo que prescribe nuestra regla y el modo que tienen de
observarla los templarios del día! Se les prohíbe usar galas profanas,
crestón en el yelmo, oro en el freno y en los estribos. ¿Y acaso hay
caballeros que se presenten con tanto lujo y esplendor en los
campamentos y justas como los humildes soldados del Temple? Se les
prohibe el ejercicio de la cetrería, la caza con arco y ballesta, toda
diversión campestre y destructora, todos los desórdenes a que ellas
dan lugar. ¿Y dónde están los más acreditados cazadores, y los
halcones más famosos, y las jaurías más nombradas, sino en nuestros
preceptorios? Se les prohíbe leer, salvo los libros que los superiores
les permitan, y las vidas de los santos, en las horas de refectorio;
se les recomienda que empleen todos sus esfuerzos en extirpar la magia
y la herejía, y todo el mundo los acusa de estudiar los malditos
secretos cabalísticos de los judíos, y la nigromancia de los
sarracenos. Se les prescribe una rigurosa abstinencia, comidas
sencillas y frugales, como raíces, potaje, frutas, carne sólo tres
veces a la semana, porque el uso diario de las substancias animales
trae corrupción al alma y al cuerpo, y sus convites son tan delicados
y opíparos como los de los monarcas más poderosos. La bebida de
nuestros antepasados era el agua pura de la fuente; y hoy, cuando se
quiere exagerar el destemple de un bebedor, se dice comúnmente que se
las apuesta con un templario. Este jardín en que estamos, hermoseado
con árboles peregrinos y plantas curiosas de los climas mas remotos,
¿no es más propio del serrallo de un emir que del humilde retiro de
los siervos del verdadero Dios? ¡Ah, Conrado! ¡Y si no fuera más que
esto! ¡Si se redujeran a estas prácticas viciosas la relajación de
nuestra disciplina y la corrupción de nuestras costumbres! Ya sabes
que no nos es lícito recibir a aquellas devotas mujeres que en los
primeros tiempos se asociaban como hermanas de la Orden, porque, como
dice el capítulo cuarenta y seis, el enemigo se vale de la compañía de
las mujeres para apartar a muchos del verdadero camino. Y, además, en
el último libro, que es como la cúpula del edificio glorioso alzado
por el santo fundador, se nos prohíbe hasta dar el ósculo de cariño a
nuestras madres y nuestras hermanas: Ut omnium mulierum oscula
fugiantur. ¿Y cómo se observan estos preciosos preceptos? ¡Me
avergüenzo, amigo mío; me lleno de rubor al reflexionar en la
corrupción, en la liviandad que se nota en nuestros compañeros! ¡Estos
males turban y molestan, en medio de las delicias celestiales de que
están gozando, a las almas de nuestros puros fundadores, de Hugo de
Payen, de Godofredo de S. Orner, y de los otros siete bienaventurados
que se les unieron para consagrar su vida al servicio y custodia del
Templo santo. Yo los he visto, Conrado, en los éxtasis y raptos de mi
espíritu; los he visto llorar lágrimas amargas al considerar los
pecados y locuras de sus hijos; ese lujo frenético, ese espíritu
mundano que los pierde y alucina. Beaumanoir-me decían aquellos
varones angélicos-, dormidos están; despierta. Mira esa mancha que
afea los muros del Temple; esa mancha, semejante a la que deja la
lepra en las paredes del leproso. Los soldados de la Cruz, que
deberían huir de las miradas de la mujer como de las del basilisco,
viven en pecado; no sólo con las de su propia creencia, sino con las
hijas del maldito pagano y con las del mucho más maldito hebreo. ¡Beaumanoir,
sal de tu letargo; venga la causa de la Orden! ¡Mata, destruye a los
pecadores; no distingas de sexo ni de religión!» Esto me dijo aquella
visión; ya estaba yo despierto, y aún oía el ruido de la armadura de
aquellos santos guerreros, y de sus mantos, tan albos y tan puros como
su espíritu. ¡Sí, sabré obedecerlos; purificaré la fábrica del Temple!
¡Las piedras empapadas en crímenes caerán al suelo a impulso de mi
brazo!
-¡Cautela, sobre todo,
reverendo padre! -observó Mont-Fichet-.
El tiempo y la costumbre han arraigado
profundamente el mal. La reforma es justa y necesaria; pero debe ser
prudente.
-¡No, sino pronta y terri- ble!
-dijo el Gran Maestre-. ¡La Orden está a la orilla de precipicio! ¡La
sobriedad, el celo, la piedad de nuestros predecesores, les granjearon
poderosos amigos; nuestra presunción, nuestra riqueza, nuestro lujo,
nos han acarreado enemigos formidables. Despojémonos de esa opulencia,
que tanta envidia causa a los príncipes de Europa; de ese orgullo, que
los ofende y exaspera; de esas costumbres licenciosas, que son el
escándalo de todo el mundo cristiano! Conrado, oye esta predicción: la
Orden del Temple será completamente destruida; las naciones de la
tierra no conocerán el sitio en que estuvieron sus cimientos.
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