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FINALIDAD DEL SIMBOLISMO
De modo general, la forma del lenguaje es analítica, “discursiva”,
como la razón humana de la cual constituye el instrumento propio y
cuyo decurso el lenguaje sigue o reproduce lo más exactamente
posible; al contrario, el simbolismo propiamente dicho es
esencialmente sintético, y por eso mismo “intuitivo” en cierta
manera, lo que lo hace más apto que el lenguaje para servir de
punto de apoyo a la “intuición intelectual”, que está por encima
de la razón, y que ha de cuidarse no confundir con esa intuición
inferior a la cual apelan diversos filósofos contemporáneos. Por
consiguiente, el simbolismo sintético abre posibilidades de
concepción verdaderamente ilimitadas, mientras que el lenguaje, de
significaciones más definidas y fijadas, pone siempre al
entendimiento límites más o menos estrechos.
Así, las verdades más altas, que no serían en modo alguno
comunicables o transmisibles por ningún otro medio, se hacen tales
hasta cierto punto cuando están, si puede decirse, incorporadas en
símbolos que sin duda las disimularán para muchos, pero que las
manifestarán en todo su resplandor a los ojos de los que saben
ver.
¿Vale decir que el empleo del simbolismo sea una necesidad? Aquí
es preciso establecer una distinción en sí y de manera absoluta;
ninguna forma exterior es necesaria. Todas son igualmente
contingentes y accidentales con respecto a lo que expresan o
representan. Una figura cualquiera, por ejemplo una estatua que
simbolice tal o cual aspecto de la Divinidad, no debe considerarse
sino como un “soporte”, un punto de apoyo para la meditación; es,
pues, un simple “auxiliar” y nada más. Un texto védico da a este
respecto una comparación que aclara perfectamente este papel de
los símbolos y de las formas exteriores en general: tales formas
son como el caballo que permite a un hombre realizar un viaje con
más rapidez y mucho menos esfuerzo que si debiera hacerlo por sus
propios medios. Sin duda, si ese hombre no tuviese caballo a su
disposición, podría pese a todo alcanzar su meta, pero ¡con cuánta
mayor dificultad! Si puede servirse de un caballo, haría muy mal
en negarse a ello so pretexto de que es más digno de él no
recurrir a ayuda alguna: ¿no es precisamente así como actúan los
detractores del simbolismo? Y aun, si el viaje es largo y penoso,
aunque nunca haya una imposibilidad absoluta de realizarlo a pie,
puede existir una verdadera imposibilidad práctica de llevarlo a
cabo. Así ocurre con los ritos y símbolos: no son necesarios con
necesidad absoluta, pero lo son en cierto modo por una necesidad
de conveniencia, en vista de las condiciones de la naturaleza
humana (Santo Tomás de Aquino, Summa Theol., III, q. 1, a.
2, respondeo).
Pero por otra parte, si se asume que las leyes naturales no son en
suma sino una expresión y una como expresión de la Voluntad
divina, ¿no autoriza esto a afirmar que tal simbolismo es de
origen “no humano”, como dicen los hindúes, o, en otros términos,
que su principio se remonta más lejos y más alto que la humanidad?
Leánse a este propósito del simbolismo las primeras palabras del
Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo”. El Verbo,
el Logos, es a la vez Pensamiento y Palabra: en sí, es el
Intelecto divino, que es el “lugar de los posibles”; con relación
a nosotros, se manifiesta y se expresa por la Creación, en la cual
se realizan en existencia actual algunos de esos mismos posibles
que, en cuanto esencias, están contenidos en Él de toda eternidad.
La Creación es obra del Verbo; es también, por eso mismo, su
manifestación, su afirmación exterior; y por eso el mundo es como
un lenguaje divino para aquellos que saben comprenderlo: Caeli
enarrant gloriam Dei (Ps. XIX, 2).
Todo lo que es, cualquiera sea su modo de ser, al tener su
principio en el Intelecto divino, traduce o representa ese
principio a su manera y según su orden de existencia; y así, de un
orden en otro, todas las cosas se encadenan y corresponden para
concurrir a la armonía universal y total, que es como un reflejo
de la Unidad divina misma. Esta correspondencia es el verdadero
fundamento del simbolismo, y por eso las leyes de un dominio
inferior pueden siempre tomarse para simbolizar la realidad de
orden superior, donde tienen su razón profunda, que es a la vez su
principio y su fin.
Extractado de: René Guénon, “El Verbo y el símbolo”, en la revista
Regnabit, enero de 1926; recopilado en Símbolos
fundamentales de
la Ciencia Sagrada,
capítulo II.
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