Yo Soy el que Soy (Ego Sum Qui Sum)"

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La Primera Ley o Principio, cuyo reconocimiento caracteriza y distingue constantemente al verdadero iniciado, es la de la Unidad del Todo o, como lo decían los antiguos: En to Pan -“Uno es el Todo”. Todo es Uno en su Realidad, en su Esencia y Sustancia íntima y fundamental; todo viene de la Unidad; todo está contenido y sustentado por la Unidad; todo se conserva, vive, es y existe en la Unidad; todo se disuelve y desaparece en la Unidad. La Unidad está simbolizada naturalmente por el punto, origen de la línea recta, del círculo y de toda figura geométrica (el punto superior que, reflejándose en su aspecto dual, representado por los dos puntos inferiores, forma los tres puntos). El Punto, en cuanto simboliza la Unidad, es un centro, el Centro de Todo, el Centro Omnipresente, en el cual se hallan contenidos, en su totalidad y unidad, el espacio, el tiempo y todas las cosas existentes. No hay lugar en donde no se encuentre y que no sea una manifestación o aspecto parcial de esta Sublime Unidad que constituye la Eternidad y el Reino de lo Absoluto.

Este Todo es evidentemente el ser, es decir, lo que es " Ego sum qui sum "; he aquí la definición de la Realidad que constituye el Gran Todo, la Esencia y Sustancia de toda cosa, potencialmente contenido en todo “ser” y parcialmente manifiesta en toda existencia, y en el cual vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser. El conocimiento del Uno (un conocimiento que para ser tal debe superar la ilusión de la dualidad, entre “sujeto conocedor” y “objeto conocido”, que es la base de todo conocimiento ordinario) es el objeto supremo de toda filosofía y de toda religión: todo conocimiento relativo que se funde en este reconocimiento de la Unidad del Primer Principio tiene su base en la Realidad; toda ciencia o conocimiento que lo descuide no es verdadera ciencia ni verdadero conocimiento, dado que descansa fundamentalmente en la ilusión. Conocer la Unidad del Todo es, pues, conocer la Realidad, “lo que es” verdaderamente; y no reconocerla, o admitir implícitamente que puede haber dos principios fundamentales y antinómicos, o que no hay unidad e identidad fundamentales entre dos cosas u objetos en apariencia distintos, significa vivir todavía en el Reino de la Ilusión o en la apariencia de las cosas y no saber discernir entre lo real y lo ilusorio. Cada punto del espacio es un centro y un aspecto del Ser, un Centro o aspecto de esta Unidad, de la que tiende a reproducir en sí mismo las infinitas potencialidades: así pues, en lo infinitamente pequeño está contenido el Misterio del Todo y del Infinito, y en cada aspecto del Ser hay indistintamente todas las posibilidades del Ser y de la Unidad. Aunque todo sea uno en esencia y realidad, todo se manifiesta y aparece como dos. 

Unidad y Dualidad están así íntimamente entrelazadas, indicando la primera el Reino de lo Absoluto, y la segunda su expresión aparente y relativa, sin que haya ninguna separación verdadera entre estos dos aspectos (o distintas percepciones) de la misma Realidad. Así como la Unidad caracteriza al Ser (en el cual no puede haber ninguna diferencia o antinomia), así igualmente la Dualidad expresa la existencia en sus múltiples formas, entretejidas, por así decirlo, en los pares de opuestos, que constituyen el sello que marca el mundo de los efectos y la Ley que gobierna toda manifestación.

La dualidad empieza en el dominio mismo de la conciencia, con la distinción entre “yo” y “aquello”, entre sujeto y objeto (sujeto conocedor y objeto conocido), constituyendo así el fundamento de todo nuestro conocimiento y experiencia, tanto inferior como exterior. No debe, pues, maravillarnos que, estando el sentimiento de la dualidad tan fuertemente arraigado en la ilusión de nuestra personalidad, nos sea difícil sustraernos de la misma y llegar así a la perfecta conciencia de la Unidad trascendente del Todo, en la cual la ilusión de la dualidad que forma la base de nuestro pensamiento ordinario está superada por completo. Tenemos dos ojos para ver, a los cuales corresponden dos oídos y dos distintos hemisferios cerebrales, como instrumentos orgánicos de nuestra inteligencia, dos manos y dos pies, instrumentos de nuestra voluntad. Y como nuestro pensamiento ordinario se basa sobre lo que vemos y oímos, es evidente que nuestra visión exterior de las cosas deba ser invariablemente “marcada” por esta dualidad, místicamente simbolizada por el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, comiendo de cuyo fruto se pierde momentáneamente la conciencia de la Unidad, que sin embargo constituye nuestra Sabiduría instintiva y primordial (anterior a la caída en el dominio dual de la conciencia material). 

Solamente cuando aprendemos, por medio del discernimiento y de la abstracción filosófica, a unificar los dos aspectos de nuestra visión exterior por medio del ojo simple de nuestra conciencia interna, llegamos al conocimiento de la Realidad (que es conocimiento de la Unidad), y la ilusión de la Dualidad y de la Multiplicidad pierde enteramente el poder que ejerció sobre nosotros. Entonces el “yo” se identifica con “aquello”, el sujeto con el objeto, el conocedor con lo conocido, y se desgarra para siempre el velo detrás del cual Isis (el Misterio Supremo de la Naturaleza) se esconde a la vista profana. Pero, mientras tanto, el Velo de la Ilusión permanece tendido entre las dos columnas, y la ciencia ordinaria, la ciencia que se basa sobre la observación y la experiencia que nos vienen de la ilusión de los sentidos es impotente para levantarlo. Entonces entenderemos que el principio matemático del Universo: el número uno representa la Unidad de Todo; el número dos, a la Dualidad de la Manifestación, y el número tres, o sea el Ternario a la Perfección. 

Su comprension es algo de fundamental importancia, en cuanto compendia y sintetiza en sí todo el conocimiento relativo al Misterio Supremo de las cosas. Pitágoras lo expresó admirablemente en las palabras: la Unidad es la Ley de Dios (o sea el Primer Principio, la Causa Inmanente y Preantinómica), el número (nacido por la multiplicación de la Unidad, por medio de la Dualidad) es la Ley del Universo, la Evolución (expresión del Ternario) es la Ley de la Naturaleza. O, según las palabras de Ramaseum de Tebas: Todo está contenido y se conserva en el Uno, todo se modifica y se transforma por tres: la Mónada ha creado la Díada, la Díada ha producido la Tríada, y la Tríada brilla en el Universo entero. 1 + 2 = 3 (*) Sri Ramakrishna 

Dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy ( Ego Sum qui sum ). Esto dirás al pueblo: El que "es" (Yahweh) me envía a vosotros" (Exodo 3, 14) Sirve para indicar que Él era quien existía por sí mismo, es decir, el SER SUPREMO.
 
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