La caballería: vía de Iniciación heróica

 
 
 

Por: Pascal GAMBIRASIO D’ASSEUX

Serios problemas personales me han impedido presentar la conferencia sobre la espiritualidad en el Simposio organizado por el Gran Hierofante «ad vitam» del Rito de Menfis-Mizraim el 30 de mayo de 2009; pero nuestro amigo Hervé Le JEUNE ha tomado el relevo, y ha ofrecido a la Asamblea muy ricas y bellas luces en relación a la auténtica Vía de Espiritualidad Cristiana.

Hervé ha tenido la delicadeza de hacerme partícipe de su trabajo, como primicia, y de presentar mis excusas antes de comenzar su intervención; por lo que, aprovecho estas líneas, nuevamente, para agradecerle su aportación y su apoyo personal. El Gran Hierofante también ha agradecido que colaborara en los actos de este Simposio, a lo que me arrogo voluntariamente; pero no como un complemento necesario, sino sólo como aporte de una piedra personal a la obra común.

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Debemos afrontar este tema en el seno de un ámbito social «abierto», que se manifiesta tanto en el presente como en el pasado, según una constante natural (pero bajo unos modos de acción o prototipos sociales que la evolución histórica ha ido estableciendo en cada momento) y bajo el aspecto que le es dado como Camino Iniciático que pertenece sólo a los verdaderos Caballeros, «que son prudentes, ilustres y buenos consejeros», tal como son designados en los textos y en las leyendas medievales del Ciclo Artúrico, y que integran la verdadera Caballería Cristiana; aquella que se encuentra marcada —o mejor dicho, señalada— por algo que podríamos denominar «un Misterio» y «un Ministerio».

El carácter específico de su naturaleza (espiritual) —es decir, su Misterio— establece y define los modos de su acción y de su Servicio «en el Mundo» (precisamente, su Ministerio). El Camino de la Caballería es esencial para las personas que están cualificadas para ser admitidas en aquel, y para cumplir con su eterno cometido; pues, en tanto que eterno, es preciso que sea cumplido.

En estos tiempos de confusión y de perversión mental, moral, intelectual, cultural y espiritual en los que estamos inmersos, este Camino es, más que nunca, el testimonio vivo de los valores de los que son portadores los hombres que han respondido a la Misión por las que han sido llamados. Sus acciones son, por ello, no sólo un Acto de Justicia, que debe ser aplicada «en este Mundo» con eficiencia y equidad; sino, sobre todo, un Acto de Gracia.

El cumplimiento de toda Vocación (1), es una respuesta interior a la Divina Voluntad que, en todo momento, nos es propuesta; pero no impuesta. Ella completa el estado de Gracia y de Felicidad, y la fuerza para que se revele a sí misma y en la propia persona; ofreciendo a aquella la posibilidad de conocer su verdadero rostro; acción que desea Dios, y que invita a realizar a todos los que le escuchan. Pero debe ser una decisión fruto del Libre Albedrío. Este es el Misterio de la Vocación individual, la de cada persona en el seno de la Humanidad, que es una y, al mismo tiempo, total y complementaria de las otras decisiones. Este es el verdadero Misterio del AMOR (Agapé).

El estado de la Caballería y el estado del Caballero está constituido de tres Virtudes Mayores y fundado en tres Paradojas. Es evidente que en el Occidente cristiano, todas estas características son inseparables del ámbito cultural que representan las cuatro Virtudes Cardinales y las tres Virtudes Teologales, así como el llamado Camino Celeste de las «Beatitudes», que señalan a toda Alma ferviente.

La Caballería, como toda Vocación, es un estado del Ser que es auténtico; que busca cumplir con su objetivo y desarrollar un Misterio (2), en el sentido espiritual del término. Inscrito en las raíces del Hombre, este Misterio revela la «naturaleza fundamental» para poder aplicar su Voluntad al servicio del Carisma que le ha sido dado por la Divinidad; aceptando, de este modo, ejercer el Ministerio (la función, la carga).

Las tres Virtudes Mayores, que vienen a ser la fuente de la acción caballeresca, su cualificación y su orientación, son: Proeza, Cortesía y Honor. He dedicado tres capítulos a estas Virtudes en una anterior obra (Le miroir de la Chevalerie); así que aquí no voy a desarrollarlas.

En todo caso, si conviene dejar muy claro que la Proeza no se obtiene «por sí misma» ni para la gloria del Caballero; sino por la abnegación de aquel, y sólo para mayor gloria de Dios. De igual manera, el Honor es, precisamente, el «Humilde Orgullo» (expresión usada en un antiguo texto de Caballería) que impulsa a toda persona caballeresca a realizar este Servicio Divino, donde hacer lo que se debe hacer, de acuerdo a la Fe jurada, se conjuga con la construcción espiritual de uno mismo; como ejemplo para los demás. Por último, la Cortesía no consiste en cumplir el delicado y convencional «Arte de Vivir», y de comportarse según unas determinadas «maneras» de relación entre los hombres; sino en una cierta coherencia con uno mismo, en un «orden interior», que permita apreciar en cualquier encuentro (amigo o enemigo) lo más próximo e íntimo de aquel y el siempre presente Rostro de Dios.

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Antes de tratar cuáles son las tres Paradojas que caracterizan a la Caballería, conviene recordar brevemente qué es —y, sobre todo, qué no es— la Paradoja. La Paradoja se sitúa en oposición a la Contradicción; en particular, a la más perniciosa: la Contradicción Interna, que expresa y define un error intelectual o que revela una fractura moral o mental.

En sí misma, la Contradicción implica el error o la falta de acción; la Paradoja, por el contrario, se define como la síntesis de lo que es verdadero y provechoso.

En el ámbito de lo espiritual, la Paradoja aparece como una Vía Real. Es la clave que lo trasciende todo por la acción de un discurso razonado y bien justificado; situando al Corazón y al Alma en la inmediatez del «enfrentamiento», según todos los sentidos que tiene esta palabra. Esta clave, de acuerdo a lo que representa como símbolo, es por si sola la que lleva a la comprensión intuitiva y, por ende, a la contemplación de la Divinidad.

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Ahora, trataremos de la acción caballeresca propiamente dicha: su Ministerio. Ya se ha dicho que la Caballería, en sus inicios, consistió en el ejercicio eminente y perfecto de lo que en la Edad Media se designó bajo el apelativo de «Servicio Noble».

Este Servicio consiste en la presencia de la Caballería en el Mundo; y responde a la «llamada del Señor» y a una «necesidad social»: la de proceder al mantenimiento de la Paz y de la Justicia; lo que significa, en primer lugar, una pacificación y una justificación (un descenso de la Gracia divina) en el Corazón del Caballero.

Luego, al menos virtualmente, se le restituye en su Dignidad primigenia, en su Autoridad interior; con la que, en concreto, puede cooperar, tanto en el plano espiritual como en el «político» (según su sentido etimológico de «vida y gobierno de la Ciudad»), en la orientación, en la realización y en la perennidad de esta Paz y de esta Justicia; las cuales, en su misma esencia, no son otras que las reflexiones —y los efectos— de la Divina Providencia.

Por su parte, lo Noble consiste en un cierto sentido aristocrático del deber de estado (del estado del ser; que debe, tradicionalmente, incluir el estado social, porque este último presupone y necesita de las virtudes espirituales y morales que fundamentan la Legitimidad y, por lo tanto, la Rectitud) que se precise; asumiendo, hasta el sacrificio supremo, las obligaciones de este  Servicio y las consecuencias de este real Ministerio.

Noble, según la aceptación, implica humildad de Corazón; pero también fogosidad y decisión en el cumplimiento de este Servicio, con toda su exigencia radical, traducido en la directa elevación del Alma de la persona, restituyéndole, de alguna manera, según el precepto evangélico, la Dignidad ontológica que tenía en sus orígenes la Nobleza. Esto es lo que encarna, así, el Primer Orden; y la Caballería marca la tónica de lo que debe ser, por definición, todo el Segundo Orden: la Nobleza, en el sentido jurídico y social del término.

El progreso de uno mismo —el olvido o la renuncia de sí mismo, según el modelo teológico— se revela como un despertar a una realización de aquello que, en verdad, uno es en sí mismo: la raíz del ser, su naturaleza espiritual que se funda en su justo lugar. Precisamente, es allí donde se cumple el Misterio que ya hemos sugerido más arriba; y que sella y rubrica la manifestación de la propia Vocación.

Es evidente que este avance o progreso no tendría ningún sentido, o sería, al mismo tiempo, vano y absurdo, si no hubiera, por un lado, alguien a quien unirse: JESUCRISTO; el cual, nos llama con su divino AMOR: «venid a mi lado» (Mateo 4:19-20; Marcos 1:17-18); «venid y ved» (Juan 1:37- 39). Y, por otro lado, se precisa de un «Yo» (egocéntrico) que hay que superar; y del que hay que librarse, para (re)-encontrar la verdadera persona en CRISTO. Porque es el CRISTO quien llama al Caballero para que le responda —por su libre Voluntad— de su Vocación; tal como Él, el Verbo, ha sido plantado en su Corazón.

Fuera de estos fundamentos evangélicos, el estado y la acción caballeresca no tienen ningún otro Misterio ni Ministerio; y se desnaturalizan por sí mismos, en el sentido completo del término. Casi todos serían acciones para glorificar el Ego; y muy pocas, las más elevadas del Caballero, serían el único testimonio de que fueron realizadas y pensadas a mayor Gloria de Dios.

En efecto, y sin volver sobre lo que ya se ha dicho, las Virtudes Mayores, es decir, las Cardinales de la Caballería (Proeza, Cortesía y Honor) se fundan y forman la auténtica Aristocracia; ellas son, de hecho, su Corazón.

Así, la esencia constitutiva y fundadora de la verdadera Nobleza se reafirma, ella misma y por sí misma, como la naturaleza caballeresca que le permite responder a las exigencias de su Vocación y de infundir, por el ejemplo y el servicio, estas mismas Virtudes en todo el cuerpo social. Por el contrario, sin ellas o, lo que es peor, olvidándolas, la Nobleza y, sobre todo, el Caballero devienen un Cuerpo sin Alma y sin Fruto.

Invariablemente, en el justo medio de la Paradoja caballeresca, o sea, para alcanzar y mantener el equilibrio interior y operativo que supone y se necesita, el Caballero debe «triunfar» de la prueba del «Puente de la Espada». Esta prueba es una de las que se cita en las novelas artúricas. Vemos allí a un caballero, LANCELOT, avanzar atrevidamente sobre uno de los dos filos de una gran espada, que ha sido colocada horizontalmente, como un puente, por encima de un precipicio vertiginoso, con el fin de penetrar en el castillo donde MALEAGANT retiene encarcelada a la reina GINEBRA.

Esta prueba pretende enseñarnos lo siguiente: el abismo al que se enfrenta el Caballero, y que debe atravesar, simboliza su propia negación; todo lo malo que hay en su más profundo interior (su Infierno personal). Sabemos que el vacío aturde y atrae: «fascina», en el completo sentido de la palabra. Ambos filos de la Espada, según la Tradición Caballeresca, representan a los enemigos exteriores y al enemigo interior. Es evidente que el Caballero debe atravesar el abismo, por el filo del enemigo interior (expresión de «todo lo malo que habita en su interior»), y superar la prueba sin desfallecer.

Las Virtudes Teologales (Fe, Esperanza y Caridad) deben consolidar y guiar su marcha, asegurando su equilibrio y permitiendo este camino sin cometer un «paso en falso». Estos pasos serían falsos y torcidos, no como consecuencia de un error en el movimiento (en razón a un mal terreno o a la dificultad del filo; provocando un accidente); sino porque el Caballero traicione a su Corazón (una falsedad en su proceder; o sea, en términos medievales: una feintise; que se traduce por «felonía, cobardía, mentira, engaño e impostura»). Este traspaso, aparentemente horizontal, manifiesta, de hecho, la asunción del ser; porque pasar de un lado al otro, es como ascender de un plano a otro, como subir de la Tierra al Cielo, del nivel físico al nivel psíquico o espiritual. Y liberar a GINEBRA, es liberar su Alma de los vínculos materiales.

El dominio de esta Gran Obra de la Paradoja, o sea, la integración armoniosa y vivificante de los contrarios (en apariencia), es el Arte Real del Caballero; quien, en cumplimiento de su herencia y destino, conduce al sublime Rey (de su propio «Reino Interior») a la reconquista de su secreto y sagrado Nombre, aquel que fue insuflado por el Padre a cada hombre, al principio de los Tiempos y para toda la Eternidad (esto es magistralmente revelado por la Heráldica, a través de las  figuras y colores del Blasón, y por lo que nos dicen las Divisas: lo que «se ve», y lo que «se oye»).

Entonces, este Nombre es identificado con su Vocación; y ésta explica y aplica, sobre él, la Divina Voluntad. Así, «haciendo lo que debe», el Caballero cumple y se reafirma en su Vocación. Sólo en ese momento, «se le reconoce» como tal (en el sentido doble del término; objetivo y subjetivo); y ya no se le ve como si se tratara de un reflejo sobre un espejo, sino como una manifestación del mismo Dios.

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Ahora, analicemos esta naturaleza paradójica de la Vía Caballeresca; que se manifiesta bajo tres aspectos fundamentales.

—Primera Paradoja: La Caballería re-afirma a la persona que asume el estado de Caballero; pero este estado sólo puede transmitirse a una persona que ya esté re-afirmada y consolidada en la Fe, y que posea una gran firmeza de Espíritu. La persona queda perfectamente definida, concretrada y detallada por el Blasón; pues la Heráldica es la lengua sagrada y natural del Alma Caballeresca. El Escudo Nobiliario (Armorié), el Brillo de los Estandartes, el Dicho o Lema de las Divisas (en latín o en otro idioma) y la Franqueza de los Gritos o Exclamaciones (en su «sentido heráldico»; es decir, el grito de guerra, que podía ser el apellido o una virtud o palabra) exaltan esta fiel manifestación de la persona; al igual que la gloria de sus Hechos de Armas, la de su fama, la de su Linaje…

De manera simultánea, estos aspectos obligan y conducen al Caballero hacia un cambio, hacia una «transfiguración espiritual» del Ser. Entonces, el Blasón muestra su verdadero rostro, ofreciendo la clave que se oculta en el Alma de su portador, en toda la amplitud de su Vocación; liberándolo de las trampas del Ego, del Individuo, que le bloquea y aísla con sus propias Virtudes.

—Segunda Paradoja: En esencia, el Caballero es un hombre consagrado a la dolorosa búsqueda de su propia interioridad; es decir, a la maduración y análisis «in corde» de la Palabra del Evangelio. Es un Alma «orante y meditabunda», arraigada en el silencio creador del Verbo o Logos (en sí y por sí mismo).

Al mismo tiempo, es un hombre de acción en el Mundo; y, más aún, un hombre de armas, según todos los sentidos de la palabra: un hombre de guerra en el campo de batalla exterior; que tiene su lugar en medio del tumulto de las batallas y de los Gritos del combate (Violencia y Sufrimiento).

Como hombre de lo bello (del «Bello Actuar»), el Caballero se encuentra sumergido en el corazón de los horrores de la guerra, de la crueldad, y del furor de las peleas. A la vez, debe manifestar la potencia, la fuerza y la determinación del hombre de guerra; y la generosidad y el nivel moral de su Alma cristiana. Sólo así se comprende el Grito de guerra de la Orden del Temple en el momento de la carga contra el enemigo: «¡Viva Dios, Santo Amor!».

—Tercera Paradoja: El Alma noble y elevada, el hombre de las hazañas (de estos elevados hechos que evocamos), se apodera de la fama; pero el Caballero, sin embargo, debe permanecer humilde de Corazón, pues, tal como vino el CRISTO (y según nos dijo), «no está aquí para ser servido, sino para servir». Lo mismo, el Caballero marcha tras los pasos del Señor; y cumple, escrupulosamente, su Servicio (su Ministerio).

El Caballero, es decir, el hombre a caballo y con caballo, posee el control de este animal; símbolo de la fuerza vital y de los avances psíquicos, pero también las pasiones. Atado a él y designado por este animal, que le permite, al mismo tiempo, tomar de lo alto y atravesar los espacios, asegurar y manifestar su estado, sabe, sin embargo, acordarse a cada instante de estas palabras del  CRISTO:

«El Servidor no es más grande que su Dueño» (Juan 15:20).

Por esa razón, este hombre (libremente, pero con franqueza y fidelidad) sabe doblar la rodilla; no sólo, como es lógico, delante de Dios y del Rey (que, en la Tierra de los Lirios o de los Lises, es su Teniente; y, por lo tanto, «el primero de los Caballeros de Francia»); sino también delante de todo Sufrimiento, toda Debilidad y toda Pobreza, que tienen, en efecto, un derecho sagrado sobre él y que requiere de su Corazón y de su Brazo. Un auténtico Caballero sabe, tal como nos enseñó San GREGORIO de NISA (335-394), que: «la Humildad “desciende” hacia lo Alto, y el Orgullo “asciende” hacia lo Bajo».

Es totalmente cierto que estas Paradojas se han definido y practicado en el seno de las Órdenes de Caballería (monásticas y militares), ya sean del presente como del pasado (Orden del Temple, Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, Orden de los Hospitalarios de San Lázaro de Jerusalén, Orden de Nuestra Señora, Orden de los Teutónicos…).

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En conclusión: ¿Qué hay que retener de estas Paradojas y singular naturaleza de la Caballería? En esencia, esto que sigue: el Caballero es el Guardián y el Vigilante de las murallas y de las fronteras de los Mundos (Celeste y Terrestre); y, en este cometido, ejerce de Compañero de los Ángeles que componen la Divina Milicia bajo la égida de San Miguel, quien, precisamente, es el Paradigma y el Patrono de la Caballería. El Caballero jamás debe olvidar que la verdadera guerra (la «santa y justa»), la auténtica Cruzada, es la «interior»; a la que debe entregarse el Caballero, en sí mismo, contra su Ego (su «egoísmo personal»). Siempre debe estar dispuesto, siguiendo el ejemplo del caballo, a evitar las desviaciones y los errores; que son imprevisibles y funestos. Por último, debe recordar, en cualquier circunstancia, tiempo o lugar, que la «verdadera victoria» es la del Espíritu; o sea, la del AMOR.

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Notas

(1)Podemos definir la Vocación, según su dimensión más profunda, como una manifestación del AMOR de Dios; que ofrece a cada ser humano la posibilidad de inscribirse en su Obra de Salvación y de cooperar en su construcción y propagación. Simultáneamente, y a cambio de esa posibilidad, es la expresión del Amor de cada ser humano para con Dios, cuando aquel responde a esta Divina Llamada, dando sentido a las palabras que el discípulo ANANÍAS dirigió al Señor durante un trance o sueño profético (Hechos 9:10): «Ecce venio» («Heme aquí, Señor»).

(2)La palabra griega muthos, «mito», viene de la raíz mu, y ésta (que se encuentra también en el latín mutus, «mudo») representa la «boca cerrada»; y, por consiguiente, el «silencio»; éste es el sentido del verbo muein, «cerrar la boca», «callarse» (y, por extensión, también llega a significar «cerrar los ojos»; en sentido propio y figurado). De muô (en infinitivo muein) se derivan otros dos verbos: muaô y mueô. El primero, tiene las mismas acepciones que muô, y es menester agregarles otro derivado, mullô, que significa «cerrar los labios»; y, también, «murmurar sin abrir la boca».

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Por lo demás, en cuanto a mueô, y esto es lo más importante, significa «iniciar» (a los «misterios»; cuyo nombre también está sacado de la misma raíz y, precisamente, por la intermediación de mueô y mustês), y, por consiguiente, a la vez, «instruir» (pero, instruir sin palabras; tal como era, efectivamente, en los Misterios) y «consagrar» o, mejor dicho, «consagración» (tal como debe hacerse la transmisión de una «influencia espiritual», o el Rito por el que ésta se debe transmitir regularmente).

Nos queda atraer la atención sobre el parentesco de las voces «mito» y «misterio», ambas salidas de la misma raíz: la palabra griega mustêrion, «misterio»; y se vincula directamente, ella también, a la idea del «silencio», por lo que puede interpretarse en varios sentidos diferentes, pero ligados unos a otros. Destacamos que, según la derivación que hemos indicado (de mueô), el sentido principal de la palabra es el que se refiere a la «Iniciación»; y es así, en efecto, como es menester entender lo que se llamaban «Misterios» en la Antigüedad griega: mustikos es el adjetivo de mustês, «iniciado»; así pues, originariamente, equivale a «iniciático» y designa todo lo que se refiere a la «Iniciación», a su Doctrina y a su objeto mismo (pero en este preciso sentido antiguo, pues nunca puede aplicarse a las personas).

Por lo demás, podemos agregar que no es una simple coincidencia el hecho de que haya una estrecha similitud entre las palabras «sagrado» (sacratum) y «secreto» (secretum): en uno y otro caso, se trata de «lo que está puesto aparte» (secernere, «poner aparte»; de donde procede el participio secretum), «reservado», «separado del dominio profano»; del mismo modo, el «lugar consagrado» es llamado templum, cuya raíz tem (que se encuentra en el griego temnô,   «cortar»,

«recortar», «separar»; de donde deriva la voz temenos, «recinto sagrado») también expresa la misma idea; y la «contemplación», cuyo nombre proviene de la misma raíz, se vincula también a esta idea por su carácter estrictamente «interior». Así, pues, es etimológicamente absurdo hablar de «contemplar» un espectáculo exterior cualquiera, como lo hacen a menudo los  modernos; para quienes, en muchos casos, el verdadero sentido de las palabras parece estar completamente perdido. El latín murmur no es más que la raíz mu prolongada por la letra «r», y repetida dos veces; de manera que representa un ruido sordo y continuo producido con la boca cerrada. Cf. René Guénon, Apreciaciones sobre la Iniciación; capítulo XVII).

Está claro que estas raíces griegas unen las nociones de «Silencio» y de «Consagrado»; pues, definen lo que está más allá de la Palabra, más allá del Discurso, y lo que no puede expresarse ni (sobre todo) comprenderse más que participando por sí mismo en este Misterio. Lo Sagrado que ha sido revelado por este Silencio, no lo ha sido por la «voluntad humana»; sino por su misma naturaleza.