El 11 de septiembre, cuando Norteamérica quedó atónita ante la crueldad de los atentados perpetrados contra sus símbolos de poder por los comandos extremistas llegados de allende, el Presidente Bush apeló a la unidad del mundo civilizado contra la barbarie. Sus palabras encontraron eco en los cuatro puntos cardinales; Occidente se movilizó, tal un solo hombre, para defender los valores de un tipo de sociedad que, si bien dista mucho de ser perfecta, se enorgullece de haber hecho suyos los valores de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad, tolerancia, democracia... Frente a ellos se alzaba el fanatismo religioso, el radicalismo, el desprecio por el ser humano, el odio.
Quienes asestaron los golpes contra los tótem del materialismo y el laicismo tenían, por su parte, buenas razones de creer que estaban librando batalla por una causa "justa". Sentían la necesidad imperiosa de castigar al "infiel" que, según ellos, se había adentrado en la Tierra Santa del Islam, se había adueñado del alma de millones de seres humanos, musulmanes y cristianos, que habían sucumbido a la tentación del dios Baal.
El objetivo de la guerra del Bien contra el Mal, liderada por el actual inquilino de la Casa Blanca, parecía a la vez sencillo y justificado: se trataba de vengar a las victimas inocentes de Nueva York y Washington, acabar con la red del terror conocida con el nombre de Al Qaeda, hallar, detener y procesar al cerebro del fanatismo islamista, Osama Bin Laden, extraño e inquietante personaje que contaba, hasta finales de la década de los 90, con la protección tácita de los círculos de poder estadounidenses. Curiosamente, durante veinte años, el saudí había sido instigador de la "guerra santa" contra el ateísmo marxista, valedor y ejecutante de políticas ideadas en las orillas del Potomac. Pero el aliado se tornó enemigo cuando los "cruzados" del general Schwartzkopf instalaron sus tiendas de campaña en el desierto, en las inmediaciones de Meca y Medina.
Luchar contra Osama Bin Laden y su enorme telaraña terrorista, combatir por la justicia y el respeto de la vida, parecía a la vez lícito y necesario. Acabar con la maléficas estructuras de al Qaeda, una obligación. Occidente se adhirió al combate de George W. Bush, alegando la legítima defensa. Sin embargo...
A mediados de diciembre, cuando los estrategas del Pentágono empezaron a insinuar que la guerra de Afganistán representaba sólo el primer paso en la larga marcha contra las "fuerzas del Mal", encarnadas por los extremistas islámicos y sus aliados, los políticos europeos empezaron a cuestionar la unilateralidad y el simplismo detectados en la actuación de Bush. Antes de que el Presidente pronunciara la famosa metáfora "eje del mal", aludiendo a tres países que, según la Casa Blanca, albergan y alimentas a los terroristas, el Viejo Continente se había apresurado en advertir: "No volveremos a luchar contra Irak".
Irán, Irak, Corea del Norte, Yemen, Somalia, se divisan como "Estados canalla", objetivos potenciales de la larga, compleja e indispensable batalla contra el terror. Pero los europeos, preocupados por la proliferación de los conflictos bélicos, tratan de recapacitar. Por un lado, la lucha contra el terror resulta indispensable; por otro, el Viejo Continente sigue pautas diferentes, tiene intereses específicos en la región de Oriente Medio y el Magreb. En comparación con los Estados Unidos, que defiende sus intereses energéticos en la hasta ahora pacífica región del Golfo Pérsico, Europa depende de los suministros de crudos procedentes de países políticamente inestables: Irán, Argelia, Libia...El mero hecho de demonizar a esos Estados conlleva más peligros que recetas estabilizadoras. Y la vieja Europa, con su política exterior incoherente (o inexistente), no puede competir, por ahora, con el poderío militar del aliado transatlántico.
Huelga decir que las diferencias de enfoques que se registran actualmente son mínimas, casi imperceptibles. El Viejo Continente apuesta por la diplomacia, la negociación; el Nuevo Mundo, por el impacto de su poderío militar. Europa persigue ansiosamente la estabilidad en el Mediterráneo, el Mare Nostrum, crisol de razas y culturas. Norteamérica busca la seguridad global. En este combate, el fin justifica los medios. Hace escasas fechas, un grupo de intelectuales norteamericanos se adhirió a la opción político-militar de Bush, avalando en un escrito la viabilidad y la validez de la "guerra justa" contra el terrorismo. Algo que podría resultar cuestionable en otras latitudes.
Nuestros vecinos del Sur, árabes musulmanes y cristianos, sueñan con emular el "paraíso" europeo, este continente abierto, este espacio que trata de (y logra) abolir las fronteras, los prejuicios, los falsos "hechos diferenciales". Nuestros vecinos del Sur, incapaces de cerrar o curar la ensangrentada herida llamada Palestina, tienden a desconfiar del todopoderoso gigante americano.
A nosotros, europeos, nos incumbe el deber de actuar y razonar, sin caer el la trampa ¡oh, cuán fácil! del derrotismo. Nos incumbe buscar la paz, la convivencia y la concordia que emanan de nuestra dilatada tradición humanista.