La Ley del Tres

Hasta el momento de recibir aquella atractiva oferta de trabajo, tras varios meses de búsqueda infructuosa, todo en la vida de Antonio Rosado habían sido dificultades, estrecheces, dudas y sombras de reproche en propios y extraños. Pero ahora, al límite de cumplir su esperanza, una ocupación bien remunerada en uno de los sectores florecientes de su comunidad le hacía sentir como si la diosa Fortuna se hubiera cruzado definitivamente en su camino.

La primera mañana su nuevo patrono le esperaba a las puertas del establecimiento, para invertir apenas un par de minutos en iniciarle dentro de los misterios del oficio. Su función consistiría en colocar tres delicados jarrones de cristal, primorosamente esculpidos, en el interior de una caja de madera noble, rellenada con varios puñado de una paja especialmente tratada, a fin de minimizar los efectos del posible roce entre tan valiosos y frágiles objetos.

Todo eran facilidades durante aquellos primeros días. Claro que estos instantes de bonanza y serena alegría nunca parecen destinados a demorarse demasiado en el tiempo y, al cabo de unos días, lo que pareciera un providencial empleo comenzó a mostrar su cara menos amable. Según los dictados empresariales del momento, una parte significativa del salario de nuestro héroe se hacía depender directamente del número de cajas que éste fuera capaz de completar a lo largo de su semana laboral, por lo que no tardó en apoderarse de su ánimo el impulso obsesivo por colocar el mayor número de jarrones en sus respectivos embalajes y en el menor tiempo posible. Y pronto, aquellas amables y amistosas primeras conversaciones con sus nuevos compañeros se vieron sustituidas por un martilleante soniquete mental (uno, dos tres; uno, dos, tres; uno, dos, tres...) que acompasaba el ritmo de todos sus movimientos, de todos sus pensamientos y de su misma respiración a la creciente cadencia de una actividad que se iba haciendo frenética. Y pronto, aquel cómputo invariable se convirtió en su único recurso para entretener el lento transcurrir de las largas horas que transcurrían, de pié, frente a su banco de trabajo.

Tras ocho horas continuadas dedicadas a esta elemental contabilidad, y tras repetir en un millar de ocasiones, cada día, el compás inalterable del "uno, dos, tres", Antonio salía de su taller. Pero la marcación triádica de aquel ritmo, el orden sucesivo de los tres primeros dígitos, no conseguía abandonarle. Aquella secuencia continuaba presente en sus oídos y se repetía a sí misma de manera obsesiva, como el "ostinato" de una pieza musical que –pese a todos nuestros esfuerzos- no podemos sacarnos de la cabeza. Este cálculo elemental se adueñó de tal modo de sus pensamientos, llegando casi a suplantarlos, que un buen día se sorprendió a sí mismo contando por grupos de tres los pasos que lo separaban de su casa y, una vez ganadas las escaleras del modesto inmueble, contando también, por triadas, los escalones que lo conducían hasta el segundo piso, donde se ubicaba el acogedor apartamento donde vivía.

...Y no pudo reprimir un incomprensible malestar al comprobar que la suma total de aquellos peldaños no podían dividirse por tres, y que la última tríada de sus escaleras quedaba irremediablemente incompleta, preguntándose si esta circunstancia anormal no sería el claro indicio de que algo, en la suprema arquitectura de las cosas, se había calculado mal.

Antonio Rosado no era ajeno a que la cadencia inalterable de los tres números que le servían para marcar el ritmo productivo de su jornada laboral estaba calando en la misma estructura de sus pensamientos. Lejos de preocuparse por esta circunstancia, y a la manera de un juego, comenzó a considerar si "la serie del tres" no se correspondería con una pauta real en el comportamiento íntimo del Universo. Aquello era mucho decir; sin embargo, todo cuanto le rodeaba, si se lo miraba con la suficiente atención, parecía guardar esa razón aritmética del tres. Y sus experiencias ulteriores le servían para ratificarle en un descubrimiento tan singular. Tal era el caso de las conversaciones que, en los breves descansos de la jornada laboral, le gustaba mantener con unos amigos cuyas reflexiones se polarizaban en torno a las posturas extremas y en los elementos irreconciliables de la polémica. En lugar de unirse a cualquiera de los bandos en liza, Antonio se entregaba a la búsqueda en voz alta de un tercer elemento, capaz de conciliar la acción de las razones máximamente enfrentadas, en cuya presencia empezó a cifrar la bondad y la verdad de los argumento. Y en este juego vino a descubrir que el elemento triádico fundamental, aquel "tres" que faltaba en el cómputo de las posiciones encontradas, acababa por presentarse tarde o temprano, como exigido (se decía él) por la "lógica" interna de todas las cosas. Lógica de la conciliación de las posturas obstinadamente encontradas que, con su consecuente descenso de la tensión agonal que éstas siempre comportan, envolvían a Antonio Rosado con una inédita sensación de moralidad.

Animado por los resultados reveladores de sus juegos con el número tres, Antonio extendió el alcance de sus reflexiones a situaciones cada vez más complejas, sin que dejara de aparecer -a veces no son cierta dificultad- la estructura ya familiar de sus construcciones ternarias. Y cuando tal estructura no afloraba, Antonio no ponía en duda la fiabilidad de su método, intuyendo que los elementos imprescindibles para formarse una imagen correcta, y por ello terciaria, de las cosas de su interés se hallaban transitoriamente ausentes.

Pero un buen día aquella fe flaqueó. Acostumbrado a mirar el mundo desde la perspectiva del tres, Antonio se vió a sí mismo como una imposible excepción. Porque si percibía con claridad su cuerpo, reflejado en la superficie bruñida de sus jarrones; y si sentía con avidez su pensamiento, acompasando con su sempiterno "uno, dos, tres" el movimiento experto de sus manos en el interior de las cajas... su cuerpo y su pensamiento sólo sumaban la cifra de dos. Y dos no eran suficientes para completar la serie perfecta del tres.

-"¡El Alma!", se dijo a sí mismo un día, intentando acallar la impaciencia de su pensamiento sometido a una búsqueda que no parecía tener objeto. Pero al instante, ese mismo pensamiento le respondió desde el fondo de su mente con una catarata de razones encadenadas a modo de negación. Y siempre, a cada nuevo intento, a cada nueva oportunidad de completud triádica (viniera del Espíritu, la Conciencia, el Ser o de cualquier otro intangible) su pensamiento negaba, con mayor rotundidad, creciente obstinación y renovados bríos.

"La prueba del tres", como le gustaba denominar a ese juego mental que, casualmente, había derivado de su quehacer laboral diario, ya no se cumplía. Y allí estaba él, aquella entidad llamada Antonio Rosado, (una construcción estrictamente binómica a base de cuerpo y mente, sensibilidad y pensamiento) para abundar en la evidencia. "La prueba del tres" nunca había pasado de ser un pasatiempo para distraerle de la fatiga de colocar uno, dos y finalmente tres jarrones de cristal tallado, varios millares de veces al día, en el interior de sus cajas de madera perfumada.

Claro que los viejos hábitos nunca resultan fáciles de desterrar, y Antonio volvía de vez en cuando a ensayar, de manera casi inconsciente, nuevas y nuevas combinaciones para conciliar en una síntesis integradora las dos dimensiones de su propio ser. Y a cada nuevo intento, la obstinación ciega de su pensamiento abortaba de raíz cualquier esperanza de conclusión.

En medio de estas tribulaciones se hallaba nuestro héroe cuando se vió obligado a guardar reposo durante algún tiempo, para recuperarse de una rara dolencia que le provocaba accesos de una fiebre muy elevada. Tan elevada que con frecuencia se hacía acompañar por delirios transitorios y repentinas privaciones de sentido. Ayudado por un familiar cercano, permaneció más de dos semanas recluido en su apartamento hasta que un día, sintiéndose algo recuperado, pensó de manera algo prematura que quizás ya era tiempo de incorporarse. Mientras se afeitaba frente a su pequeño espejo, Antonio casi no alcanzaba a reconocer los contornos de su propio rostro, tan consumido se hallaba por los rigores de su enfermedad y el prolongado ayuno. Y esas profundas ojeras que como vestigios de sus febriles noches de insomnio contrastaban tan fuertemente con la palidez de su piel, le invitaban a negar que aquellas facciones fueran precisamente las suyas. Aquel ser atormentado del espejo no podía ser él .

¿Y si, verdaderamente, aquel reflejo no era él? "Imposible", desechó al instante: su pensamiento, aquel juez supremo a quien había confiado su sentido de la realidad, afirmaba sin género de dudas su absoluta identidad con la figura del espejo. Y lo hacía con rotundidad, casi con estruendo, inundando su mente con un ruido sordo de razonamientos, de sentido común, que le obligaba a aceptar sin paliativos las conclusiones reveladas por sus sentidos.

Quizás la reacción agresiva de su pensamiento fue mucho más intensa de lo que su cuerpo, debilitado por la enfermedad, estaba dispuesto a soportar, pero lo cierto es que Antonio deseó intensamente que aquel caos febril de su mente se transformara por un instante en silencio, en paz. Y elevando su voluntad sobre el tono uniforme de su pensamiento, ordenó con una perfecta serenidad:

- "¡Silencio, quiero silencio ahí dentro!"

Y se sorprendió hablándole a su propio pensamiento como si de un extraño se tratara, y sintiendo cómo se alzaba por encima de toda lógica y de todo razonamiento esta intuición sorprendente:

-"¡Yo no soy tú!. Y te ordeno que me dejes descansar".

Desarmado ante aquella proclamación imprevista de independencia y autoridad, ante aquel distanciamiento infinito dentro de lo que hasta entonces había gozado de una unidad inquebrantable, el pensamiento de Antonio Rosado comenzó un tímido balbuceo para, finalmente, quedarse sin habla, descubriendo un recóndito espacio de silencio interior al que ni el mismo pensamiento era capaz de acceder; un espacio de libertad plena y de plena felicidad también.

(Después, para describir aquel maravilloso instante, aquella sensación embargante, Antonio debió remontarse a los veranos de su infancia, a aquellos días en que se lanzaba desde cierta altura a las frescas aguas del río para sentirse flotar por un breve instante, ingrávido en una suerte de desvanecimiento consciente que lograba suspender sus sensaciones en un breve vértigo y donde su pensamiento se detenía hasta que su cuerpo tocaba el fondo o la necesidad de tomar aire le urgía).

Aquel instante, con la navaja de afeitar al borde de la piel, estaba llamado a convertirse en el más revelador de su existencia. Pues fue entonces cuando Antonio tomó clara conciencia de que su vida había transcurrido inmersa en una descomunal escisión. Y sonrió. Y por primera vez en varias semanas salió a la calle en paz; y respiró el fresco aliento de aquella hermosa mañana de invierno para, poco después, alzarse los puños de la camisa y comenzar a colocar con amor, con auténtico mimo, los jarrones en sus cajas. Con el ritmo frenético de siempre, pero ya sin pensar, sin contar, sin confirmar con sus pensamientos cada una de los movimientos ritualizados que colocaban los preciosos objetos en sus cajas, por tríadas. Sin sombra de pesadumbre en su mirada.

"Yo no soy sólo mi mente": tal fué la extraordinaria intuición de Antonio Rosado, aquella mañana frente al espejo, cuando se vió proyectado hacia arriba, mirando desde el vértice ideal de un triángulo equilátero a su cuerpo y su pensamiento, situados a un mismo nivel aunque inferior al punto en el que ahora se hallaba. Había encontrado el tercer elemento que lo ponía en relación con las leyes del universo; había alcanzado eso que algunos filósofos y los iniciados, por más que él lo ignorase, gustan en llamar "el nivel del Ser". "Yo no soy mi mente, y mi ser abarca más de lo que soy capaz de pensar".

Como antes había dejado de reconocerse en sus facciones, en su cuerpo, Antonio Rosado había dejado de reconocerse también en su pensamiento, en aquella herramienta de razonar que había llegado a imponerse a su legítimo señor para ejercer su tiranía. Y esa certeza sirvió como una prueba de que aquella sencilla "ley del tres" ciertamente se cumplía, desde el último rincón del universo hasta en su misma coherencia interior. Si desde niño había experimentado la presencia de su cuerpo y de su pensamiento, ahora –a la mitad de su vida- conocía por fin ese tercer elemento que con tanto ahínco su pensamiento le había velado, por temor a que conquistara su plenitud, más allá de los límites de su corporeidad y su psiquismo. Como los jarrones en sus cajas, todo parecía ahora dentro de un perfecto orden que, no obstante, no podía ser otra cosa que un pálido reflejo de una gran armonía universal.

Y por primera vez en el transcurso de su vida, Antonio Rosado se sintió feliz.

 

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