Quizá sea la Estatua de la Libertad la escultura de raigambre masónica más célebre de nuestra reciente historia del arte. Airosa de líneas, magnífica en su concepción, obra maestra de ingeniería por añadidura, la colosal figura enarbola una antorcha cuya luz, espiritual amén de material, derrama hasta los confines del mundo. Estandarte de libertad para todos los hombres, con independencia de su credo y su origen, símbolo por antonomasia de la verdad, la tolerancia y la justicia, se erige a la entrada del puerto de Nueva York, de cara a Europa, como luminaria axiológica de la civilización occidental contemporánea.
Su ascendencia sincrética la hace heredera de antiguas deidades, como la Isis de Egipto, la babilónica Ishtar o la griega Astarté. De su rostro hierático y un tanto arcaico se ha dicho que pudo haber sido inspirado por aquel de la madre del artista o por las facciones de una de las bellezas de la época, Isabella-Eugénie Boyer, esposa del rey de las máquinas de coser, Isaac Merrit Singer. Se nos muestra ataviada con un peplo, que cabe imaginar purpúreo, y tocada con una tiara de siete puntas, dispuestas en semicírculo, a guisa de arco celeste de ciento ochenta grados, cual trasunto de los siete continentes y los siete mares. En la mano izquierda sostiene la tabla de la Ley, cuyos caracteres incisos en cifras romanas rememoran la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América: “JULY IV MDCCLXXVI”. A sus pies, ya rotas, las cadenas nos remiten a la emancipación humana. Los tres escalones del pedestal sobre el que descansa se corresponden con los tres grados masónicos: aprendiz, compañero y maestro. Tal pedestal se levanta a su vez sobre un zócalo preexistente en forma de estrella irregular de once puntas.
La Estatua de la Libertad es la obra cumbre de un artista visionario y masón universal: el escultor Frédéric Auguste Bartholdi (Colmar, 1834-París, 1904). Read more