Ricardo Serna
Hace dos semanas, tres veinteañeras universitarias hablaban animadamente entre ellas en el interior del tranvía, mientras se desplazaban hacia el campus poco antes de las nueve de la mañana. Yo viajaba en el mismo convoy, muy cerca de ellas, y todos íbamos casualmente al mismo sitio: a la universidad. De pronto, una dijo a sus amigas que su profe de Contemporánea —de Historia Contemporánea, quiso decir— le había encargado hacer una reseña sobre un libro de contenido masónico. ¿Ma… qué? —interrogó otra, como preguntando qué diantre era eso de la Masonería—. Y entonces, la tercera aclaró a las demás que la Masonería era «una organización secreta que, durante la República española, hacía misas negras y perseguía a los curas y las monjas». Textual.
Debemos explicar que las chicas eran cultivadas y bien educadas, pero en absoluto se las veía finolis ni meapilas; eran chicas normales y corrientes, ubicadas probablemente en familias de extracción media.
Inmediatamente, la primera matizó la definición dada por su compañera puntualizando que la Masonería no era exactamente eso, sino más bien «una secta de anticlericales y gente de extrema izquierda». También textual.
Apenas les dio más tiempo para recrear nuevas definiciones del término; el tranvía llegó a la parada de la plaza de San Francisco y allí nos apeamos los cuatro. Ellas, unos metros por delante de mí. Y el caso es que, a pesar de mi discreción habitual, no pude por menos que acelerar el paso para alcanzarlas y decirles que la información que tenían de la Masonería no era fiable; incluso les aconsejé que leyesen un libro genérico acerca de la historia de la Orden, escrito por un reconocido historiador del tema.
Me miraron extrañadas al principio, con cierta prevención, como quien no se fía del tipo extraño que inopinadamente las aborda y se mete donde no le llaman. Comprensible. Luego, cuando percibieron mi buena intención, cambió la actitud de las jóvenes, y hasta me dieron las gracias al final por mi repentina intervención. Fuimos los cuatro juntos hasta el pórtico del campus y allí nos despedimos con simpatía y cordialidad.
Contamos esta reciente anécdota porque resulta sorprendente que todavía hoy, con medio siglo casi de sistema democrático a las espaldas, un gran porcentaje de universitarios de este país tengan, de la Francmasonería, la misma o parecida imagen que se podía tener de ella, en los círculos conservadores, en 1935. Entonces, la media España tradicional y católica sí tenía determinados motivos para contemplarla negativamente desde el subjetivismo, pero parece sorprendente que a fecha de hoy se siga opinando igual de esta institución con tanta raigambre en buena parte del planeta.
No vamos a negar que cada vez son más los españoles informados y leídos, pero no nos engañemos:la mayor parte de nuestros conciudadanos sigue creyendo que la Masonería es una cosa bien antigua, rara y secreta, cuando no siniestra y complotista, contraria en cualquier caso al poso cultural judeocristiano que conforma las raíces históricas de las sociedades europeas occidentales.
Se reconozca o no, desde la calle aún se identifican las logias con las épocas de republicanismo, sobre todo con la II República y los umbrales de la guerra civil, y se asocia siempre a los masones con movimientos antimonárquicos o insurreccionales proclives al anticlericalismo iconoclasta.
Es verdad que algunas logias y obediencias de antaño mantuvieron furibundas posturas anticlericales; y que algunos iniciados, afiliados en aquel entonces a partidos republicanos o a sindicatos de signo radical, pudieron coprotagonizar a título individual ciertos episodios lamentables que hoy son mera historia, como la quema de conventos en la Barcelona de la Semana Trágica (entre el 25 de julio y el 1 de agosto del año 1909), o las sacrílegas exhumaciones de cementerios cenobiales en los conventos saqueados en la ciudad condal, en Madrid y en otras capitales de provincia. Está claro que la Masonería, como institución, nada tuvo que ver con estos desmanes u otros episodios similares, aunque la leyenda negra señaló a la Orden del compás y la escuadra como la instigadora en la sombra de algunas de esas atrocidades históricas.
Aquella Masonería que antaño apoyó decidida y públicamente los movimientos republicanos y anticlericales, y que acogió en su seno a miembros radicales del sindicalismo anarquista, fue una Masonería teñida por la nefasta influencia política y el partidismo insolente, convirtiéndose por dichas razones en ágil correa de transmisión de una determinada ideología que acabó por dañar sensiblemente a las logias en el centro neurálgico de su esencialidad. La Masonería se politizó de tal forma que al final hubo de tomar partido. Y lo tomó, ya lo creo que lo tomó. Es posible que la coyuntura política del momento no diese opciones distintas, no lo sabemos con certeza, pero los hechos están ahí. Y de aquellos barros vienen estos lodos. Han pasado tres décadas largas desde que la Masonería regresó a sus aposentos españoles tras el fallecimiento del general Francisco Franco. Y este tiempo debería haber bastado para aclarar las cosas y enviar a los ciudadanos un mensaje sereno, claro y unitario: la Francmasonería no es en realidad lo que se dijo que era, incluso a pesar de las innegables y muy dañinas inclusiones políticas que horadaron sus esencias y su sentido último. Parece inexplicable que una persona culta y joven pueda definir esta Orden a día de hoy como una secta oscura y perversa al servicio de quién sabe qué terribles y extraños intereses. Definiciones peores y más erróneas hemos oído, no obstante, en estos últimos tiempos.
En treinta años, la Masonería ha tenido tiempo de limpiar su emborronada imagen social, de paliar su mala prensa, de romper con el pesado lastre de su leyenda tenebrosa. Pero las ocasiones de hacerlo se han malgastando neciamente por diversas razones. Entre ellas, por la pugna interna desatada, desde antes incluso de 1983, entre las distintas potencias masónicas, al objeto de dominar los horizontes interiores.
Nos parece lícito preguntarnos por qué motivo se piensa todavía que las obediencias masónicas tienen carácter anticlerical, secreto o conspirativo. Es verdad que en democracia se han convertido en asociaciones reconocidas y legales; es cierto que algunos masones, a título individual, han procurado hacerse visibles para explicar las cosas como es debido, pero es obvio que el mensaje adecuado no ha llegado a las calles ni ha calado en el ambiente. El esfuerzo de unos pocos ha sido insuficiente para poner los puntos sobre las íes. Y por otro lado, el hecho de que las logias mal llamadas liberales estén abanderando, desde hace cuatro o cinco lustros, el combate en pro del laicismo, tampoco ayuda demasiado a que la sociedad se desenganche por fin de los viejos clichés. El ciudadano de a pie no asocia a los masones con ideales de presente, y menos aún con retos o proyectos de futuro, sino que los contempla como miembros de una asociación trasnochada sumida en la hojarasca otoñal de nuestro pasado patrio; una institución anacrónica, en cualquier caso.
Nos reunimos con tres iniciados en las logias, uno integrado en la denominada Masonería regular y los otros dos en la liberal. Y los tres, curiosamente, nos expresan su convencimiento de que la institución debe adaptarse al presente buscando la renovación de cuadros y un cambio sustancial en el fondo y la forma del mensaje. «El tiempo de los dinosaurios ya pasó, y lo que toca es replantearse las cosas con ojos de modernidad y de sentido común y trabajar de lo lindo. Y no precisamente —señalan con énfasis— en pro del laicismo o del aborto libre (asuntos extramuros de los talleres que afectan a muchas sensibilidades y fomentan filias y sobre todo fobias, nos explican), sino en la senda de mejora del ser humano, en la construcción del yo íntimo de los iniciados, en la concienciación de que el ser humano es un templo digno de cultivo, de atención y perfeccionamiento».
Cuando ellos mismos se expresan de esta forma y no parecen tener desacuerdos de hondura en lo que dicen, nos parece que convendría reparar esos rotos, o de lo contrario esta organización no hallará el camino franco para volver a ser tomada en serio en este país a medio o largo plazo. La fraternidad debería instruir con ganas a sus nuevos aprendices, tanto cultural como espiritualmente, y enseñarles lo que de verdad significa ser hombres libres y de buenas costumbres. Nada como volver a las raíces para renovarse en condiciones.
Los principios elementales del pensamiento masónico siguen sin conocerse. A veces, lo que es peor, ni tan siquiera dentro de las logias. No estaría mal —me consta que a muchos masones les encantaría— que los responsables últimos de las numerosas obediencias y tendencias masónicas que cohabitan en España, que son más de veinte, se sentasen alrededor de una mesa para dialogar, zanjar pleitos intestinos y formar luego un frente común que, reconociendo y respetando las diferencias entre unos y otros, ofreciesen sin embargo una imagen única y sólida a los ojos de lo que se viene llamando «mundo profano», cantera única y frágil de la que se alimenta la institución. No desconocemos que se están dando los primeros pasos en este sentido en el seno de las obediencias liberales, pero son avances lentos y poco aireados, de los que no se percata casi nadie en la sociedad civil.
«Los masones —nos dicen ellos mismos desde su deseo de anonimato— deberíamos mostrarnos, tanto hacia dentro como hacia fuera, como lo que decimos ser: hermanos. Y como tales, enseñar a nuestros conciudadanos los valores intrínsecos de esta fraternidad, que no debe buscar otra cosa distinta al mejoramiento de los individuos. Después, la extensión social de esos valores dependerá de los iniciados en particular, de su quehacer y buen ejemplo como ciudadanos responsables». No podemos estar más de acuerdo. Es preciso que la Masonería se modernice, que abandone por fin los antiguos traspiés y las viejas infecciones nocivas, que deje de agitar banderas que no le son propias y trabaje resueltamente en ese cambio de imagen tan necesario para sus propios intereses.
Que se sepa que los masones no hacen política partidaria ni ideológica, y que no andan por ahí —creemos— persiguiendo curas ni conspirando en el interior sombrío de sus templos, sino laborando por la consecución de fines más constructivos, en especial en pro de las personas y su idiosincrasia moral.
Los tiempos han cambiado, y algunos estudiosos del tema damos por sentado que la Francmasonería también ha mudado sus ideas impropias y ha dejado atrás sus metas inapropiadas y caducas; y si no lo ha hecho del todo aún, estaría bien que concluyese cuanto antes el proceso inevitable de actualización.
Sería deseable, y con esto acabamos, que esas tres simpáticas jovencitas del tranvía consiguieran en breve respuestas claras a su laguna de ignorancia sobre qué es la Masonería, y que no fuera yo precisamente quien tuviera que dárselas.