Es necesario insistir en la mentalidad necesaria para la adquisición del conocimiento iniciático, mentalidad completamente diferente de la mentalidad profana, y a cuya formación contribuye enormemente la observación de los ritos y de las formas exteriores en uso en las organizaciones tradicionales, sin perjuicio de sus demás efectos de un orden más profundo. Pero es menester comprender bien que en eso no se trata más que de una etapa preliminar, que no corresponde más que a una preparación todavía completamente teórica, y no de la iniciación efectiva. En efecto, hay lugar a insistir sobre la insuficiencia de la mente al respecto de todo conocimiento de orden propiamente metafísico e iniciático; estamos obligados a emplear este término de «mente», preferentemente a cualquier otro, como equivalente del término sánscrito manas, porque se vincula a él por su raíz; por «mente» entendemos, por consiguiente, el conjunto de las facultades de conocimiento que son específicamente características del individuo humano, y de las que la principal es la razón.
Hay que distinguir entre la razón, facultad de orden puramente individual, y el intelecto puro, que es al contrario supraindividual. Las verdades metafísicas no pueden ser concebidas más que por una facultad que ya no es del orden individual, y a la que el carácter inmediato de su operación permite llamar intuitiva, pero, bien entendido, a condición de agregar que no tiene absolutamente nada en común con lo que algunos filósofos contemporáneos llaman intuición, facultad puramente sensitiva y vital que está propiamente por debajo de la razón, y no ya por encima de ella. Así pues, para mayor precisión, es menester decir que la facultad de que hablamos aquí es la intuición intelectual, cuya existencia niega la filosofía moderna porque no la ha comprendido, a menos que haya preferido ignorarla pura y simplemente; también podemos designarla como el intelecto puro, siguiendo en eso el ejemplo de Aristóteles y de sus continuadores escolásticos.
En efecto, puesto que todo conocimiento es esencialmente una identificación, es evidente que el individuo, como tal, no puede alcanzar el conocimiento de lo que está más allá del dominio individual, lo que sería contradictorio; este conocimiento sólo es posible porque el ser que es un individuo humano en cierto estado contingente de manifestación es también otra cosa al mismo tiempo; sería absurdo decir que el hombre, en tanto que hombre y por sus medios humanos, puede rebasarse a sí mismo; pero el ser que aparece en este mundo como un hombre es, en realidad, algo muy diferente por el principio permanente e inmudable que le constituye en su esencia profunda. Todo conocimiento que se puede llamar verdaderamente iniciático resulta de una comunicación establecida conscientemente con los estados superiores.
El conocimiento directo del orden transcendente, con la certeza absoluta que implica, es evidentemente, en sí mismo, incomunicable e inexpresable; puesto que toda expresión es necesariamente formal por definición misma, y por consiguiente individual, le es por eso mismo inadecuada y no puede dar de él, en cierto modo, más que un reflejo en el orden humano. Este reflejo puede ayudar a algunos seres a alcanzar realmente este mismo conocimiento, al despertar en ellos las facultades superiores, pero, como ya lo hemos dicho, no podría dispensarles de ninguna manera de hacer personalmente lo que nadie puede hacer por ellos; es sólo un «soporte» para su trabajo interior. Hemos explicado precedentemente que los símbolos, por su carácter esencialmente sintético, son particularmente aptos para servir de punto de apoyo a la intuición intelectual, mientras que el lenguaje, que es esencialmente analítico, no es propiamente más que el instrumento del pensamiento discursivo y racional. Es menester agregar también que los símbolos, por su lado «no humano», llevan en sí mismos una influencia cuya acción es susceptible de despertar directamente la facultad intuitiva en aquellos que los meditan de la manera requerida; pero esto se refiere únicamente a su uso en cierto modo ritual como soporte de meditación, y no a los comentarios verbales que es posible hacer sobre su significación, y que, en todo caso, no representan de ellos más que un estudio todavía exterior
Esta preparación teórica, por indispensable que sea de hecho, no tiene en sí misma, sin embargo, más que un valor de un medio contingente y accidental, ya que un tal conocimiento, simplemente teórico, sólo es por la «mente», mientras que el conocimiento efectivo es «por el espíritu y el alma», es decir, en suma, por el ser todo entero.
Mientras el conocimiento sólo es por la mente, no es más que un simple conocimiento «por reflejo», como el de las sombras que ven los prisioneros de la caverna simbólica de Platón, y por consiguiente un conocimiento indirecto y completamente exterior; pasar de la sombra a la realidad, aprehendida directamente en sí misma, es pasar propiamente del «exterior» al «interior», y también, desde el punto de vista donde nos colocamos más particularmente aquí, de la iniciación virtual a la iniciación efectiva. Este paso implica la renuncia a la mente, es decir, a toda facultad discursiva que en adelante ha devenido impotente, puesto que no podría rebasar los límites que le impone su naturaleza misma; únicamente la intuición intelectual está más allá de esos límites, porque no pertenece al orden de las facultades individuales. Esta renuncia no quiere decir de ninguna manera que el conocimiento de que se trata entonces sea en cierto modo contrario u opuesto al conocimiento mental, en tanto que éste es válido y legítimo en su orden relativo, es decir, en el dominio individual; no se podría repetir demasiado, para evitar todo equívoco a este respecto, que lo «supraracional» no tiene nada en común con lo «irracional».
Empleando aquí el simbolismo tradicional fundado sobre las correspondencias orgánicas, se puede decir que el centro de la consciencia debe ser transferido entonces del «cerebro» al «corazón»; para esta transferencia, toda «especulación» y toda dialéctica, evidentemente, ya no podrían ser de ninguna utilidad; y es a partir de ahí únicamente cuando es posible hablar verdaderamente de iniciación efectiva.
Aquel que se aferra al razonamiento y no se libra de él en el momento requerido, permanece prisionero de la forma, que es la limitación por la que se define el estado individual; así pues, no rebasará nunca ésta, y no irá nunca más allá del «exterior», es decir, que permanecerá ligado al ciclo indefinido de la manifestación. El paso del «exterior» al «interior», es también el paso de la multiplicidad a la unidad, de la circunferencia al centro, al punto único desde donde le es posible al ser humano, restaurado en las prerrogativas del «estado primordial», elevarse a los estados superiores y, por la realización total de su verdadera esencia, ser al fin efectiva y actualmente lo que es potencialmente por toda eternidad. Aquel que se conoce a sí mismo en la «verdad» de la «Esencia» eterna e infinita, ese conoce y posee todas las cosas en sí mismo y por sí mismo, ya que ha llegado al estado incondicionado que no deja fuera de sí ninguna posibilidad, y este estado, en relación al cual todos los demás, por elevados que sean, no son realmente todavía más que etapas preliminares sin ninguna medida común con él, este estado que es la meta última de toda iniciación, es propiamente lo que se debe entender por la «Identidad Suprema»
Extractado de: René Guénon, Apercepciones sobre la Iniciación, capítulo XXXII.