Se afirma que la palabra «egregor» designa lo que se puede llamar propiamente una «entidad colectiva». Esto no representa más que una de las numerosas fantasías del moderno lenguaje ocultista. Esta palabra es puramente griega y jamás ha significado en realidad otra cosa que «vigilante». Estamos ante un nuevo ejemplo de la confusión de lo psíquico y de lo espiritual.
Ciertamente, se puede considerar cada colectividad como disponiendo de una fuerza de orden sutil constituida en cierta manera por los aportes de todos sus miembros pasados y presentes, y que, por consiguiente, es tanto más considerable y susceptible de producir efectos más intensos cuanto más antigua sea la colectividad y cuanto mayor sea el número de miembros que la componen; por lo demás, es evidente que esta consideración «cuantitativa» implica esencialmente que se trata del dominio individual, más allá del cual ya no podría intervenir en modo alguno. Lo colectivo, tanto psíquicamente como corporalmente, no es otra cosa que una simple extensión de lo individual, y que, por consiguiente, no tiene absolutamente nada de transcendente, contrariamente a las influencias espirituales que son de un orden completamente diferente. Para tomar los términos habituales del simbolismo geométrico, es menester no confundir el sentido horizontal con el sentido vertical.
Sería un error considerar como un estado supraindividual el que resultaría de la identificación tanto con una entidad psíquica colectiva, como con toda otra entidad psíquica cualquiera que sea. La participación en una tal entidad colectiva no constituye más que una suerte de «ensanchamiento» de la individualidad, pero nada más. Así pues, es únicamente para obtener algunas ventajas de orden individual como los miembros de una colectividad pueden utilizar la fuerza sutil de la que ésta dispone, conformándose a las reglas establecidas a este efecto por la colectividad de que se trate; e, incluso si, para la obtención de esas ventajas, hay además la intervención de una influencia espiritual, como ocurre concretamente en un caso tal como el de las colectividades religiosas, esta influencia espiritual, al no actuar entonces en su dominio propio que es de orden supraindividual, debe ser considerada, así como ya lo hemos dicho igualmente, como «descendiendo» al dominio individual y ejerciendo en él su acción por medio de la fuerza colectiva en la que toma su punto de apoyo.
El caso es completamente diferente en lo que concierne a las organizaciones iniciáticas, por eso mismo de que éstas tienen como propósito esencial ir más allá del dominio individual, y porque incluso lo que se refiere en ellas de modo más directo a un desarrollo de la individualidad no constituye en definitiva más que una etapa preliminar para llegar finalmente a rebasar las limitaciones de ésta.
Así pues, puesto que la colectividad no es en suma más que una reunión de individuos, no puede, por sí misma, producir nada que sea de un orden supraindividual, pues lo superior no puede en ningún caso proceder de lo inferior. Si el vinculamiento a una organización iniciática puede tener efectos de ese orden, es pues únicamente en tanto que la organización iniciática es depositaria de algo que es en sí mismo supraindividual y transcendente en relación a la colectividad, es decir, de una influencia espiritual cuya conservación y cuya transmisión debe asegurar sin ninguna discontinuidad.
Por consiguiente, el vinculamiento iniciático no debe concebirse como el vinculamiento a un «egregor» o a una entidad psíquica colectiva, ya que en eso no hay en todo caso más que un aspecto completamente accidental, aspecto por el cual las organizaciones iniciáticas no difieren en nada de las organizaciones exotéricas. Lo que constituye esencialmente la «cadena», es la transmisión ininterrumpida de la influencia espiritual a través de los inciados. Del mismo modo, el lazo entre las diferentes formas iniciáticas no es una simple filiación de «egregores».
Extractado de: René Guenón, Iniciación y realización espiritual, capítulo VI.