El Papa Benedicto XVI realizó este año una peregrinación más política que religiosa por la siempre trepidante "Tierra Santa", con fines mucho menos esotéricos que políticamente logísticos. Lo subrayó así él mismo en diversos momentos, antes y después de aterrizar en Jordania: " Quiero apoyar con mi presencia a los cristianos que viven en Tierra Santa".
Una declaración simbólica de rico contenido, sin duda, considerando que para el Vaticano "las heridas infligidas por la violencia agravan una emigración que priva inexorablemente a la comunidad cristiana de sus mejores elementos para el futuro, ya que la cuna del cristianismo corre el peligro de encontrarse sin cristianos", según comunicaba el cardenal Sandri - Prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales - anticipando el enfoque que iba a darse a la visita.
Y es que la proporción de cristianos (católicos y no católicos) no deja de decrecer en aquella región, donde, a excepción del Líbano y según las estadísticas más realistas, no sobrepasan el 3% de la población. Las migraciones en Oriente Próximo fueron notables ya tras la caída del imperio turco, en los años 1920, y se han ido intensificando después de la Segunda Guerra Mundial, con la creación del Estado de Israel. Cerca de 300.000 palestinos viven hoy en Chile y el 10% de los argentinos son de origen libanés, sirio y palestino. Muchos más se dirigieron a diversos países europeos y americanos. Las causas de la alta emigración de las últimas décadas hay que buscarlas en las tensiones socio-económicas entre las comunidades musulmanas y cristianas, reforzadas por el largo conflicto israelo-palestino.
Partiendo de esa situación, la visita papal contemplaba, además, otros objetivos concretos directamente relacionados con la posesión y administración de los llamados "santos lugares". Ya antes de que el Papa emprendiera su viaje, el Presidente israelí Simón Peres señalaba a su Ministro del Interior la conveniencia de subrayar la absoluta soberanía de Israel sobre seis de tales lugares ubicados en su territorio, aunque sean actualmente propiedad de la Iglesia, a excepción del Cenáculo de la "última cena" - que está nada menos que en el Monte Sión y pertenece a la Waqf o comunidad musulmana local - y cuyo traspaso a la Iglesia provocaría graves problemas. La Iglesia Católica e Israel firmaron un "Acuerdo Fundamental" (o Concordato) en 1993, comprometiéndose a respetar el status-quo de esos edificios históricos. El llamado "santo sepulcro" tiene una situación patrimonial semejante, ya que su propiedad y usufructo son compartidos por varias iglesias cristianas. Curiosamente, los solares sobre los que se levantan el Parlamento israelí (la Knesset) y algunos otros edificios estatales, pertenecen en propiedad a la Iglesia Ortodoxa griega, que se los tiene alquilados al Estado israelí.
Si la pretensión de replantear tal situación - con traspaso de soberanías - resulta claramente inalcanzable para el Vaticano, reivindicó Benedicto XVI la supresión de impuestos que sí se contemplaba en el Concordato de 1993 y que aún no se ha hecho efectiva.
Pero el viaje papal de 2009 ha tenido, además, otros objetivos inmediatos. A la tensión que habían producido las desafortunadas manifestaciones de Benedicto XVI respecto a la ética musulmana se unía el malestar que causan al Estado israelí las protestas internacionales respecto al tratamiento que viene dando a los palestinos y, de manera especial, las emitidas por el Papa con motivo de los últimos ataques a Gaza, la rehabilitación del obispo Williamson - negador de la realidad histórica del Holocausto - o la exaltación de la figura de Pío XII, reo de antisemitismo manifiesto para muchos judíos y no judíos. A todo ello pretendía responder el Papa durante su periplo, aunque es evidente que sin demasiado éxito.
La parafernalia de la visita parece que costó a Israel cerca de 10 millones de dólares, lo que justificaría el gran disgusto colectivo; pero sobre todo, recibió duras críticas negativas de los judíos israelíes y norteamericanos por no haber aprovechado la oportunidad para condenar más explícitamente el nazismo productor del Holocausto, lo que ha dado motivo para sacar a relucir, una vez más, el argumento de la pertenencia de Ratzinger a las Juventudes Hitlerianas cuando era sólo un adolescente y en una Alemania sometida a severa dictadura. Creo que podría haber motivos mucho más sólidos para objetar ciertas andanzas políticas de Josef Ratzinger, siempre con cobertura "teológica".
En congruencia con la opinión mayoritaria internacional, apoyó Benedicto XVI públicamente los acuerdos de Oslo, subrayando ante el líder palestino Mahmud Abbas la necesidad urgente y el derecho de los palestinos a crear una "patria soberana en la tierra de sus antepasados, en paz con sus vecinos y dentro de fronteras internacionalmente reconocidas", en abierta oposición a las intenciones de Benjamin Netanyahu y su equipo de gobierno.
En resumidas cuentas y como ya es habitual, para los católicos y sus medios el viaje del monarca-jefe espiritual vaticano en 2009 constituyó todo un éxito; los israelíes lo calificaron de artera maniobra política, los muftíes musulmanes no parecieron muy convencidos de nada y los palestinos, en su gueto amurallado, pudieron gozar brevemente la ilusión de una existencia futura diferente...
La actuación política de Josef Ratzinger, en apoyo de las reivindicaciones palestinas, nos parece acertada, por supuesto. Proponer la realización social de ideales humanistas y humanitarios, actuando políticamente en su favor, es legítimo siempre; tanto si se trata de una iniciativa interpretada en clave religiosa como si lo es en clave laica. Lo de menos es la convicción íntima que mueva a actuar en bien del prójimo (individual o colectivo) y sería bueno que católicos y no católicos lo entendieran así...