El ser humano representa una realidad cósmica, un fenómeno con valor universal, con estructura física y psicológica características. El auto-reconocimiento de ese valor, y su reconocimiento por cada uno de nosotros en los demás, es lo que llamamos dignidad humana.La palabra dignitas significaba, en latín, "apreciación o "valoración". Por ello, decir que algo o alguien era "digno" equivalía a decir que era valorable o evaluable, como poseedor de una dignitas determinada. Si hablamos de dignidad humana estaremos considerando que una persona tiene el "valor" de lo humano o es valorable como ser humano, lo que puede parecernos a algunos una redundancia porque identificamos como equivalentes los conceptos de persona y ser humano. Sin embargo los hombres de todas las culturas han tendido a considerar que las personas tienen "dignidad" cuando poseen un valor específico añadido a su simple cualidad de humanos, transfiriendo así a esa dignitas adjetiva y circunstancial la sustancia del valor fundamental del que dependen todos los demás valores atribuíbles a cualquier persona.
Así, la apreciación como "indignidad" o valor específico negativo de la condición de esclavitud, ha privado durante milenios a millones de hombres de ser valorados como tales, negándoseles la dignitas humana, únicamente reconocida al hombre libre. La persona o "papel" del esclavo en la escena social (recordemos que persona significaba máscara teatral, en latín) le privaba de dignidad humana, haciendo de él una "res" o cosa, sometida a la voluntad de los hombres a los que la sociedad consideraba libres. De igual forma, en las sociedades patriarcales, la condición femenina se ha considerado desprovista de la dignidad humana plena, al igual que la condición de extranjero, de homosexual, etc., quedando la valoración individual relegada a un segundo plano y determinando rígidos cauces sociales para el desarrollo de la identidad personal. Evidentemente, se trata siempre de una ficción jurídica que facilitaba y facilita la explotación del hombre por el hombre. Y era una ficción en la medida en que el esclavo, en su caso, dejara de valorarse a sí mismo como humano, puesto que nadie podía privarle de su conciencia, que es el templo interior de todo hombre.
Todo esto se prestaría a variados análisis, con distintos enfoques y desde distintos ángulos, según lo abordásemos estudiando las motivaciones psicológicas que han ido determinando las estructuras de los grupos humanos a partir de la horda, la tribu, la familia, el clan, etc., o las características de los sistemas económicos y culturales que han sustentado esas estructuras. En los ejemplos citados, ni el esclavo era hombre libre, ni la mujer era fuerte, ni el hombre libre era siempre adecuadamente hábil. La libertad, la fuerza y la inteligencia han sido siempre tres poderosas condiciones dignificantes, simbolizadas por la sociedad como elevados valores humanos y cuya falsificación y suplantación han dado, tambien siempre, origen a falsas "dignidades".
La libertad de optar de acuerdo con los impulsos propios de nuestra característica estructura psicosomática, de lo que llamamos nuestra naturaleza humana, a partir de la singularización que representa cada ser humano, exige un conocimiento de la realidad que nos circunda. No existe verdadera libertad de opción sin un análisis previo de ese mundo exterior a cada uno de nosotros que nos permita ponderar, medir, el riesgo que nuestros actos puedan representar para el mantenimiento de nuestra identidad o de nuestra integridad, ya que el primer dictado de nuestra conciencia humana es el de seguir existiendo en el espacio y en el tiempo placenteramente.
Los actos verdaderamente humanos no son meras pulsiones o respuestas de reacción ante estímulos indiscriminados del medio en el que el hombre se halle, precisamente porque poseemos capacidad discriminatoria o de selección y ordenación de datos y conciencia de nuestra entidad personal. Cuantos menos datos comparativos almacenemos en nuestra memoria, cuanto menor sea nuestro conocimiento, más cercanos estaremos de las demás especies animales, aunque desprovistos de la serie de recursos vitales conservados por éstas. Los actos esencialmente humanos son siempre ponderaciones o mediciones que nos permiten autovalorarnos y valorar el mundo exterior en función de nuestras propias circunstancias. Esas valoraciones, y no el simple impacto de los acontecimientos exteriores, producen sentimientos que activan nuestra voluntad, en uno u otro sentido. La capacidad evaluativa es la racionalidad , función de lo que llamamos razón, y los sentimientos que impulsan puntualmente nuestra voluntad constituyen lo que en castellano llamamos ánimo. Este ánimo que inspira los actos humanos se confunde, a menudo, con el fin o finalidad de tales actos. Nuestra voluntad está anímicamente determinada cuando está impulsada por sentimientos que no son los simplemente "animales", sino los específicamente humanos.
Se da una relación pendular entre sentimiento y razón: una primera sensación, que se produce como resultado de la captación de un fenómeno externo, a través de los sentidos, pone en marcha nuestra capacidad de evaluación o medición mediante el cotejo más o menos rápido de nuestro archivo de datos y experiencias. Puede que esa primera sensación se asiente en nuestra conciencia, como sentimiento, o que se descarte. Si se convierte en sentimiento estable, determinará nuestra voluntad, motivando nuestros actos y utilizará nuestro código racional de datos para llegar a la meta deseada. A partir de ahí, será la razón la que guiará nuestros verdaderos actos como hombres. Pero el uso de la razón puede llevarnos a un análisis en cadena, de ida y vuelta, capaz de hacernos reevaluar la primera sensación y de desalojar el sentimiento asentado en nuestro ánimo, alterando nuestra voluntad.
La apertura o predisposición permanente a favorecer esa relación pendular entre sentimiento y razón eleva al hombre por encima de las demás especies animales y constituye la esencia de la iniciación humana. Requiere un aprendizaje o "educación" que los pedagogos de todos los tiempos se han esforzado por obtener, siguiendo reglas o métodos diversos, pero no dando a la génesis de los sentimientos la importancia que realmente tiene y centrándose, por lo general, en el valor puramente intelectivo de la razón, aplicado al desarrollo de abstracciones conceptuales o intelectuales, sin entender que ésa debería ser una segunda etapa de la educación humana.
Quienes no saben, no pueden o no quieren someter su voluntad al proceso de autoanálisis esquemáticamente descrito, suelen confundir sus voliciones, determinadas por sentimientos anclados en su ánimo, y no sometidos o imperfectamente sometidos a una crítica racional, con valores humanos universales o de categoría humana permanente, aplicable a todos y en todas partes. A eso se llama fanatismo. El fanatismo va siempre unido a la ignorancia y muy frecuentemente a la ambición personal, que son las auténticas fuentes de la intolerancia.
El reconocimiento real de la dignidad humana pasa, pues, por el reconocimiento de la libertad de opción a través de una educación que subraye la importancia de los valores esencialmente humanos y permita a cada individuo realizarlos en sí mismo. Es decir, de valores trascendentes, de valores que no son solamente apreciables dentro de un esquema cultural concreto, sino que se hallan más allá de las meras contingencias materiales o temporales, por estar en simetría con la ley universal reflejada en la naturaleza humana y, por ello, inscritos en la estructura misma del Hombre y compartidos por cada hombre.
Tal es, en resumen, el mensaje utópico, de Amor universal, que anima a los masones en su camino iniciático.