Son muchos los historiadores que afirman que la franc-masonería se creó el 24 de junio de 1717. Se trata de una afirmación cierta e inexacta a un mismo tiempo Cierta por cuanto establece la fecha precisa en que se reúnen conjuntamente por primera vez cuatro Logias independientes, dándose entre sí, con ocasión de tal evento, la forma y los reglamentos que en adelante se habrán de observar en el mundo entero.
Pero es con seguridad inexacta si se atiende a una constatación preliminar: para poderse reunir en tal fecha cuatro Logias masónicas, la franc-masonería debería necesariamente existir anteriormente. La fecha del 24 de junio de 1717 no se corresponde, por tanto, con una creación esencial sino con un acuerdo federativo. Por entonces, la franc-masonería posee ya una historia de considerable antigüedad, un viejo pasado masónico cuya indagación ha levantado pasiones entre los eruditos y ha promovido multitud de hipótesis a su respecto.
Para alcanzar a comprender coherentemente la actuación de un individuo o de una institución se necesita atender previamente al espacio y al tiempo donde se hayan constituido, y de cuyo espíritu se han nutrido. Este método parece ser el único capaz de conducirnos a descubrir, en las obras individuales o colectivas, una "marca" cuyo trazo ha resistido las contingencias históricas (sin que esto signifique la atenuación del libre arbitrio de los hombres que trabajaban para engarzar en sí mismos cada experiencia a fin de convertirlas en virtudes).
Además, este método que se ubica por encima de las diferencias de lugar y de época, de creencias y de doctrinas, de razas y de climas, es capaz de revelar mejor que ningún otro la unidad y la continuidad del principio constitutivo de la vida universal y, con él, los elementos que integran un pensamiento digno de ser considerado como específicamente humano. En efecto, cuanto más se progresa en el conocimiento del pasado mejor se distinguen aquellos "puntos de inserción" a través de los cuales las nuevas doctrinas (ya se nos presenten como típicamente originales o revolucionarias) se engarzan con aquellas otras que las precedieron.
Si, ciertamente, se pueden admitir la presencia de "milagros" en historia, por retomar la famosa expresión de Renan, tales milagros son esos momentos sorprendentes que provocan nuestra admiración, sin confundirlos con comienzos absolutos ni con fenómenos irracionales y sin causa perceptible. Pues sólo ha habido un comienzo absoluto; ocurrió mucho antes que la Historia, por lo que no es nuestro propósito ocuparnos aquí de él.
Pensemos ahora en el hombre, en ese compuesto de alma sensitiva y de materia perecedera , dolorosamente a la búsqueda de su equilibrio entre la pulsión de sus deseos y las exigencias ordenadas por su espíritu; no tanto en el individuo contingente, sino en el ser humano en general, tal como se nos hace presente: orientado desde los albores de los tiempos a seguir la senda real del conocimiento, buscando aligerarse de todo cuanto lo retiene en su tendencia inevitable hacia lo Universal.
Todo buen observador puede apreciar que sobre la diversidad de las civilizaciones predomina esta identidad fundada en la esencia y el funcionamiento mismo del espíritu, esta inextinguible sed de comprensión que lo humano porta consigo, esa "sal de la Tierra". Pero aún hay más. El hombre no es sólo un animal pensante; es además un ser social y, por ello también, vuelto hacia lo Universal. Nunca ha cejado, desde los tiempos más remotos, de recorrer las distancias más inimaginables en su búsqueda . ¿Por qué habría de sorprendernos esa continuidad a través de los países y a lo largo de los siglos de una serie de temas específicos del pensamiento humano?
Sobre el terreno siempre movedizo de la Historia, ¿se podrían encontrar aún algunos jalones a modo de huellas de la Tradición masónica impresas a través del tiempo?
Probemos primeramente en Egipto.
La traducción de los jeroglíficos que se remontan hasta la cuarta dinastía nos permite asegurar que los sacerdotes de aquel país invocaban a un Dios único, carente de cualquier carácter mitológico o antropomórfico, principio de toda moral y de todo bien, ordenador de todas las cosas. Una de esas inscripciones lo describe en los siguientes términos, sorprendentes en más de un sentido:
"Él es el que no tiene nombre, el Eterno, el que está oculto y del cual no se conoce la forma, demasiado misterioso como para que su gloria pudiera ser revelada, demasiado grande como para ser escrutado, demasiado poderoso como para ser conocido; es el que se ha hecho a sí mismo, el que eleva su cabeza por encima del caos y que crea con lo que sale de su boca" .
Si los papiros resultan de por sí reveladores, mejor aún se expresan determinadas tradiciones orales, transmitidas con una libertad mayor de maestros a discípulos a través de cultos secretos. Dicen estos mismos maestros que la noción de número procede precisamente de esta noción de la unidad absoluta, de este Universo que lo contiene todo y donde se ubica, por consiguiente, el origen de todas las ciencias. En efecto, cada aspecto particular y analítico del Universo no constituye sino una partición de éste: un número.
Así se viene a descubrir en todos los fenómenos naturales plenamente sometidos a unas leyes que se atienen a coeficientes, es decir, a números. Por eso, el número está en la raíz misma del Universo manifiesto.
Estas conclusiones, de tono tan moderno, ya están recogidas en los antiguos libros sagrados de la India y de China, de Egipto y de Caldea, obras depositarias de las más antiguas enseñanzas del espíritu para el uso secreto de quienes tenían acceso a ellos.
Tal es, en esencia, lo que Pitágoras trae desde Oriente hasta la Hélade, junto a la fe en inmortalidad del alma, el valor mágico del Verbo, de la forma, del signo, del símbolo, del rito, del ritmo, de la sensación, la fe también en la utilidad de los regímenes teocráticos, "tan distantes del gobierno de uno solo como del dominio de la masa ciega". En fin, es bien sabido que aquello que enseñaba este incomparable genio, más de cinco siglos antes de nuestra era, requería años de estudio por parte de sus adeptos.
Pitágoras venía a decir en sustancia que el nacimiento del Cosmos, formado por materia y energía, no es una creación de la nada sino una transformación parcial del Caos: Universo-Espacio-Tiempo ilimitado, en una manifestación ordenada, concebible para nosotros en forma de un "acto" en nuestro Espacio-Tiempo limitado. Pero un acto es una relación de fuerzas, es decir, un punto común, un límite, un número y, sin número, nada "sería".
Más aún, nada puede llegar a ser si el acto, cualquiera que éste sea, no está sometido a su vez a una ley y va en pos de una armonía. Sin duda, conviene ilustrar con un ejemplo concreto, a escala reducida, esta teoría cuya abstracción aparente podría impacientar a algunos espíritus. Supongamos entonces la relación entre un ojo y una luz; es preciso que esa relación sea armoniosa para mantenerse ya que, si la luz es demasiado fuerte, o la visión demasiado débil, la sensación final quedaría anulada.
Si a partir de su manifestación cósmica el acto es necesariamente número y armonía, el número se convierte en la medida, el límite de los contrarios que son, a su vez, los principios necesarios para toda existencia y todo pensamiento.
De estas premisas se deducen lógicamente la doctrina religiosa, la filosofía, la ciencia, la moral, la política y las reglas artísticas pitagóricas y por extensión, tal como esperamos poder demostrar más adelante, todos los fundamentos de nuestra civilización occidental.
La existencia del mundo se basa en la armonía de los números, es decir, en la armonía de los contrarios o, mejor aún, en la armonía de todo lo creado. Cuando la armonía de desvanece, los cuerpos se disuelven. La armonía supone, pues, la ley de la vida.
Pitágoras y sus discípulos tienen al número por la sabiduría más elevada y a la armonía por lo más bello.
Para ellos, la vida del alma y la vida del mundo, la física, la astronomía, la geometría, la medicina, la sociología, la moral, la danza, los ejercicios gimnásticos (también los agudos sonidos de la flauta de un pastor frente al mar Tirreno o la fenomenal sinfonía que perciben en las evoluciones de los astros inmersos en las profundidades insondables del cielo)... en una palabra, todo procedía con la misma necesaria armonía.
Los pitagóricos definían la realidad como la apariencia del número y "con esta afirmación propagaron por el mundo las bases de un idealismo que nunca ha cejado en su triunfal carrera desde Platón a Cicerón, de Posidonio a San Agustín, de los Esenios a los Gnósticos y a los Sextios (*), de Dante a Cardan, de Bruno a Spinoza, de Leibniz a Kant, de Schelling a Bergson, Cantor, Einstein, Schrödinger y de Broglie ".
(*) N del T: Seguidores de Q. Sextio, filósofo ecléctico-pitagórico del s. I a J.C.
Si todo en la naturaleza y la naturaleza misma obedece a un orden, a una ley, de la que el número es forma y medida; una misma ley que constantemente se manifiesta en todos los seres y en todos los fenómenos naturales, que es su condición necesaria y universal; dicha ley es para Pitágoras la causa, el principio, la substancia y la esencia.
Luego si todo número ha sido engendrado por el Uno ("padre del número"), el Uno es el principio universal.
La ciencia de los números es, pues, la ciencia de las cosas y la filosofía está en relación con una matemática que une en un mismo elemento el método, la forma y la solución de toda la ciencia.
Mucho más tarde Malebranche insistirá en que "la noción de número constituye la medida común de todas las cosas que podamos conocer", hablando el lenguaje mismo de Pitágoras.
Decimos que la lengua de los números es la lengua de las ideas, de los pensamientos y del conocimiento, por oposición al lenguaje de los sentimientos que sólo pueden expresarse a través de las palabras.
Según él, esta es la razón por la que Pitágoras afirmaba que el número no miente y que es verdad. Y ciertamente es una sola y misma cosa, susceptible a la vez de una significación concreta de cantidad o de valor y de una significación abstracta de cualidad o idea.
Se comprende, pues, que en las enseñanzas iniciáticas de todos los tiempos el número haya sido considerado como el símbolo más precioso, en función de su precisión, simplicidad y universalidad.
Si todo parece poder prestarse a interpretaciones diferentes, todas las cosas se remontan a una misma idea fundamental pues el número posee por sí mismo un valor intrínseco que comunicar a los objetos.
El número, esencia misma de todas las cosas, es la forma expresada matemáticamente: tal es el credo de Pitágoras.
Pero la filosofía griega no se contentó con estudiar los números en sí mismos, "in abstracto ", y quiso verificar y medir llevando el cálculo matemático a todas partes y desvelando relaciones desconocidas hasta el momento aunque confirmativas de una fe que ya despuntaba en todos los rincones: En la música, entre la sensación producida por las notas y el número que representa la longitud de la onda sonora; o en geometría, entre la sensación que resulta de la forma visible y el número que traduce esa forma. Constataciones similares le confirmarán que la materia no significaba nada sin el número y la armonía, ya que el ser no es otra cosa que una relación y, por tanto, un número, y que este ser estaba compuesto de elementos disociados y reunidos por un principio que les aporta vida y acción. Ese principio necesario de unificación no podía ser otro que la ley absoluta que rige en lo armonioso, tanto en el mundo físico como en el mundo moral.
Así, diecinueve siglos antes que Copérnico, ya se había calculado, sobre la base de la década representativa del orden perfecto, que la tierra –esfera en movimiento en torno al sol- completaba su rotación en 24 horas y su revolución en un año natural de 364 días y medio, según un plano inclinado sobre el ecuador.
Del mismo modo, partiendo del Septenario, se establecieron a través del estudio de las fases de la luna una serie de notables calendarios astronómicos y nauticos. Conociendo las leyes de la armonía musical y postulando que la astronomía no era otra cosa que una música celeste, se decía que bastaba con conocer las leyes de la octava para conocer las distancias y las velocidades de los astros. Como puede comprobarse, la armonía de las esferas no significaba para Pitágoras una simple metáfora.
Como consecuencia lógica de todo cuanto puede ser creado a partir del número, puede concluirse que Occidente le debe a este hombre todas las enseñanzas procedentes de las proporciones matemáticas y de las propiedades del triángulo rectángulo.
Los discípulos de Pitágoras formaban una Sociedad cerrada y sólidamente constituida, una comunidad ligada por el juramente del secreto, una confraternidad iniciática donde "no todo se comunicaba a todos", un Orden jerárquico, especulativo y militante, esencialmente fundado sobre la existencia de una Potencia suprema y única, creadora y ordenadora del Universo, sobre la inmortalidad del alma y su juicio final, el amor a las criaturas, la renuncia, el examen de conciencia, la punición de las faltas y los pecados, violaciones de la ley armónica vital.
Esta Orden conoció un éxito tal que, para su mal, se extendió fuera del dominio esotérico. Desde ese momento una mezcla de terror y envidia, cargada de odio, se apoderará de muchas voluntades, que azuzarán contra la Orden una persecución ciega. Ésta será finalmente desmembrada con violencia y sus adeptos, perseguidos, acabarán por dispersarse.
Esta diáspora tuvo por efecto que brotaran nuevas ramas del viejo tronco pitagórico, y en lugares diferentes. Ramas de calidad variable a tenor del nivel iniciático impartido por el adepto emigrado; y ramas que en su aislamiento no fueron capaces de proteger por más tiempo los secretos de la Orden original, ahora destruida, de la indiscreción profana.
De esta forma se explica que la doctrina pitagórica se difundiese y acabara influyendo tanto en las "ideas" de Platón como en las fórmulas aristotélicas. Y explicaría también la acogida entusiasta que le dispensó el espíritu etrusco que llegara a ubicarla en las raíces mismas de las futuras instituciones romanas, armoniosamente asentadas sobre la triple noción de la aristocracia, el pontificado y el orden jurídico.
Como antes lo hicieran las elites griegas y el patriciado romano de la República y el Imperio, Alejandría, capital intelectual y científica de su época, también se abriría a las enseñanzas pitagóricas, extendiéndolas por Judea, entre las sociedades de terapeutas y, sobre todo, en la hermandad secreta de los esenios.
En conclusión, puede afirmarse que las metrópolis del mundo antiguo, tanto del centro como del sur del Mediterráneo, conocieron y practicaron durante los cinco siglos previos a nuestra era las enseñanzas de Pitágoras, tan apropiadas a sus necesidades espirituales.
A partir de entonces lo esencial de las doctrinas metafísicas y matemáticas de Pitágoras continuó transmitiéndose de siglo en siglo a lo largo de todo el Imperio Romano, tanto en Oriente como en Occidente, gracias a los propios autores romanos, griegos, alejandrinos y judíos como más tarde por los libros de San Agustín o los estudiosos de la Cábala y de la Gnosis.
Cabe la posibilidad de que las doctrinas pitagóricas de matemática aplicada se conservaran y transmitieran mejor en forma de "secretos de familia", por las corporaciones de los artesanos constructores, que por las obras de teóricas de los mencionados autores.
Encontraremos confirmación de ello en numerosos textos legales de la Antigüedad. Citemos, a título de ejemplo, un texto del Código de Teodosio que exime a los arquitectos de cualquier carga personal "a fin de que puedan enseñar a sus hijos y discípulos la práctica de su arte con todas las facilidades".
Pero con la caída del Imperio y la noche de la Edad Media, el arte de la construcción, como toda la civilización hasta entonces conocida, sufrirá un largo eclipse. Aunque en la época carolingia, como en los primeros momentos del románico, asistimos a un prodigioso desarrollo de la arquitectura religiosa que dieron ocasión para la celebración de vastas reuniones de talleres o logias de masones.
"Los conocimientos arquitectónicos de estos últimos se vieron incrementados con las investigaciones y el saber de los monjes benedictinos, los cuales no sólo conservaron o descubrieron los textos matemáticos de la antigüedad griega o alejandrina, o el tratado de arquitectura de Vitruvio, sino que incluso nos transmitieron la mística pitagórica de los números y la geometría de los sólidos platónica y de sus correlaciones armónicas.
Así, las Logias de masones y de talladores de piedra funden en los caminos que llevan a sus canteras, repartidas por toda Europa y la costa del Mediterráneo, sus antiguas tradiciones con un saber más vasto".
El simbolismo iniciático de los útiles de la profesión de arquitecto y de masón adquiere desde ese momento una nueva luz debida a los secretos geométricos transmitidos por los Maestros del saber.
Más allá de su funcionalidad práctica, el útil de trabajo se transmuta en otra cosa, en un símbolo. A partir de ese momento, un instrumento de líneas angulares como la escuadra pasará a evocar lo finito, lo limitado, lo conocido, lo concreto, lo contingente, lo transitorio, la tierra. Y un instrumento como el compás, que sirve para trazar círculos, podrá evocar contrariamente lo infinito, lo ilimitado, lo desconocido, lo abstracto, lo eterno, el espacio, el cielo.
Atendiendo a esa dualidad, y se trata de una observación llena de sentido, los Masones filósofos mantienen ambos instrumentos íntimamente unidos en un único símbolo pues saben muy bien que los contrarios no son más que un aspecto momentáneo de la Unidad suprema, un medio de dividirla por un pequeño instante para reunirla inmediatamente y hacer surgir de ese contacto reunificador la energía creativa.
Esta Unidad suprema, esta conjunción necesaria de los contrarios, es lo que el simbolismo de esos masones tuvo siempre presente. Hoy como ayer, la Logia se ilumina con esta triple representación esencial; de otro modo, su filiación con la más antigua tradición de los sabios de la humanidad quedaría interrumpida.
El hecho es que el pensamiento pitagórico nunca ha cejado de proseguir su camino a lo largo de toda la Edad Media, el Renacimiento y la Modernidad.
Y cuando Hegel dice "Todo es relativo, todo es devenir en cambio, movimiento, todo es relación...", parece escucharse a la vez la voz de Pitágoras y de la ciencia moderna y se comprende mejor la humorada de Bertrand Russel:
"Lo más notable del carácter de la ciencia moderna es su retorno al pensamiento de Pitágoras."
Ciertamente, "al superar una imagen del mundo físico donde sólo cuenta la estructura, estableciendo una nueva filosofía de la forma, del ritmo y de la periodicidad, la ciencia ha vuelto a poner de relieve que es el número la única realidad, no la sustancia.
Queda muy poca cosa del antiguo sustrato material del mundo, que ha dejado su lugar a la forma y el ritmo".
Pero cerremos este paréntesis y volvamos a nuestros masones, herederos laboriosos del saber pitagórico y, a su través, a la ciencia del sacerdote egipcio y, quizás a una ciencia aún más antigua que, por mi parte, no tengo embarazo en considerar abiertamente atlante (aunque eso ya sería otra historia...) .
Artículo extraido del Número 0 de la revista "Points de de Vue Initiatiques", aparecido en enero de 1958. (Versión española autorizada por la Gran Logia de Francia.)